Una vez pasadas las primeras semanas de aquel terrible y doloroso primer confinamiento de nuestras vidas, auténtico secuestro perpetrado por nuestro gobierno (no lo olvidemos nunca) tuve una conversación con un empresario, una de esas conversaciones por videoconferencia que se han puesto tan de moda y que sirven tanto para hacer negocios como para hablar con la familia.
Recuerdo que lo llamé para que me contara de primera mano y como directamente afectado, su opinión sobre las medidas económicas que habían tomado el dúo Sánchez-Iglesias para combatir los efectos del cerrojazo a la actividad económica del país. Y también para que me contara el impacto real que éstas iban a tener, al menos en su sector.
El suyo era de los más perjudicados en primera instancia por la parada total decretada por el gobierno. Sin los colegios abiertos, sin posibilidad alguna de salir de casa, el sector del transporte estaba condenado a tener que pasar un trago muy duro.
Y me contó, vaya si me contó. Con su estilo sobrio, pausado, de castellano viejo, con la clara visión que tiene quien conoce su oficio, quien lo ha mamado desde pequeño, quien lo ha trabajado día y noche, en invierno y verano,cuando las cosas han ido bien y cuando han ido mal, con el sentido común de quien sabe lo que es pagar una letra, una nómina, invertir en su empresa hasta el último céntimo, pelear por cobrar, y tomarse otro café porque hay que seguir en la carretera, me contó el panorama desolador que se nos venía encima.
Por avatares de la vida, esos que uno no es capaz de imaginar cuando es joven, el empresario al que me refiero, ha dado trabajo a dos generaciones de mi propia familia. Esas dos asalariadas han tenido que cumplir con lo que se esperaba de ellas, como su jefe tenía que cumplir con lo pactado.
Han sido testigos de los avatares de la empresa, de los avatares del negocio, de los sinsabores del día a día, de las averías, de los disgustos, de los problemas, de los pequeños triunfos, de la lucha por sobrevivir al tráfico, a las obras, a los olvidos, a la competencia, al precio del gasoil…
Me han contado (porque en esta familia mía “no tenemos nada para callado”) los diferentes aprietos que pasaba el hombre, los que tenía que afrontar. Y como yo soy así, me he ido fijando, aun sin quererlo, en que los mayores problemas, esos que te ponen contra las cuerdas, al límite, siempre están relacionados con el mismo: con nuestro querido Estado.
Regulaciones cambiantes, requisitos imposibles y costosos que hay que implantar en la empresa a golpe de BOE, inspecciones técnicas interminables e inspectores tan celosos de los detalles como olvidadizos del tiempo que dura el que tienen asignado para tomar café, subidas de impuestos, de tasas, del gasoil, retrasos ytriquiñuelas en los pagos de las administraciones cuando se trabaja para ellas.
Para colmo, el confinamiento, o sea, la prohibición de trabajar, de ganarse la vida.
El Estado no lo sabe, o no lo quiere saber, pero el empresario no es un ente inanimado. Es una persona que tiene familia (en su caso todas muy rubias y esbeltas), que tiene los problemas de todos fuera del trabajo, que tiene que cuidar de los suyos, que necesita también cuidados, que necesita comprar ropa, comida, colegios para las pequeñas…
Exprimir sus cuentas, ponerle trabas absurdas, regulaciones imposibles, subirle los impuestos e imponer pagos incluso cuando le prohíbes trabajar, olvidarse de él cuando se proyectan ayudas, es un crimen. Pero no solamente contra su empresa. También es un crimen contra él y contra su familia, contra su vida.
E, indirectamente, contra nosotros, el resto de los habitantes del país, porque nos afecta negativamente a todos, aunque nuestra “querida izquierda y sus palmeros” nos intenten engañar con cuentos de niños.
Alguno habrá observado que en ningún momento me he referido al sujeto de este artículo como un “pequeño empresario”. Efectivamente, porque todos los empresarios son “grandes empresarios”, seamos los demás conscientes o no de ello.
Yo sigo aquí, escribiendo.
Artículo original publicado en El Club de los Viernes.