Lo que se entiende por democracia, al menos por la mayoría de los ciudadanos, es un sistema político en el que la soberanía reside en el pueblo, hay separación de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, existe igualdad ante la ley para todos, los ciudadanos tienen libertades y derechos fundamentales y ejercen su poder en las urnas, en elecciones libres y periódicas.
Con el régimen que salió del 78 en España, se supone que eso, grosso modo, es lo que hemos conseguido. Durante unas décadas, todo parecía discurrir con cierta normalidad (democrática, como le gusta decir a los políticos).
Los ciudadanos tienen la sensación de que viven en un país libre, eso es lo que se repite constantemente. Delegan sus responsabilidades en las urnas, eligiendo a quienes deben actuar en su nombre. Lo hacen cada cuatro años, se reservan el derecho al pataleo si las cosas no salen exactamente como esperan y poco más hasta las siguientes elecciones.
Cosas de liberales, de esos que hay tan pocos que cabemos en un taxi, es escudriñar en el sistema para advertir que el Estado se va volviendo cada vez más grande, más invasivo. Esas sesudas teorías en las que se refleja que el gasto público aumenta enormemente a costa de quitar la propiedad a sus legítimos dueños y que, por consiguiente, la libertad de los ciudadanos disminuye, son cosa de frikis.
De poco sirve que estos tipos raros se esfuercen en decir que nada es gratis, que nada se consigue sin responsabilidad individual, que nadie es quien para quitarte el fruto de tu esfuerzo. O que conceptos como redistribución, justicia social, salud pública, interés general son conceptos inventados por quienes lo único que buscan es tu riqueza para tenerla ellos y devolver unas migajas a sus legítimos propietarios, envueltas en el falaz envoltorio de “lo público”.
Así que, los años avanzan a la par que las “conquistas sociales” aumentan, los “colectivos” van ganando en derechos inventados, el dinero fluye y fluye desde los contribuyentes hasta el poder y de allí, vía subvenciones, hacia organizaciones parasitarias, los subsidios hacen que “nadie quede desprotegido” y la jubilación está, como tantas otras cosas, “garantizada por el Estado”. Todos tranquilos y felices, tomando cañas en las terracitas y abarrotando las playas. Es el Estado del Bienestar.
Pero, por una circunstancia inesperada, acaba todo el mundo encerrado en casa. Todos por decreto y bajo pena de sanción y de cárcel si no se lo toman debidamente en serio. En ese momento, algunos abren los ojos, después del aturdimiento inicial y empiezan a descubrir cosas.
Descubren que aquellos derechos que creían sacrosantos, los fundamentales, pueden ser borrados de un plumazo por el gobierno en un abrir y cerrar de ojos. Con una excusa, por supuesto, pero de forma inmediata. Y ni siquiera es necesario acudir a las formas más extremas de toma de poder, como un estado de excepción o de sitio. Basta con una alarma, real o imaginaria.
También descubren que la separación de poderes no existe, que lleva mucho tiempo sin existir. Resulta que el Congreso ha cerrado y que, aún abierto, habitualmente es inoperante porque los diputados tienen eso que se llama “disciplina de voto”. Es decir, que son sancionados si votan lo que quieren votar si esto no coincide con lo que quiere su partido, lo cual es absolutamente increíble porque ellos representan a los ciudadanos y se supone que actúan con libertad y sin coacciones.
Las leyes son adoptadas al margen de las cámaras mediante decisiones gubernamentales (negociadas o no entre varios partidos), aunque se mantenga la formalidad y el paripé de votar en ellas.
También descubren que el poder judicial es, si no del todo cautivo, sí en buena parte coaccionado por el poder ejecutivo, puesto que sus órganos directivos son nombrados por las cámaras (por los partidos políticos). Hasta el Tribunal constitucional es un apéndice más del ejecutivo por los mismos motivos.
En este estado de cosas descubren que el mismo gobierno que les ha ordenado meterse en sus domicilios bajo pena de arresto, que les ha hurtado sus derechos fundamentales, que tiene el control de todos los resortes del poder, establece requisas obligatorias de bienes de primera necesidad, anuncia cierre de establecimientos y de empresas, monitoriza sus teléfonos móviles, reparte dinero a los medios de comunicación para evitar las críticas, intenta controlar la información para evitar la disidencia y les dice que es por su bien.
El anuncio de un responsable de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado de que trabajan para “minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno” pone la guinda para aquellos que ya atisbaban el único parecido a un régimen democrático con nuestro sistema es el nombre. Y ya sabemos que, en los tiempos modernos, el nombre de algo suele significar exactamente lo contrario.
Pero, posiblemente, sea tarde ya. Una “nueva normalidad” se está fraguando, se está anunciando y no se está consultando a los depositarios de esa supuesta “soberanía”.
Una vez más, al pelotón de liberales que advertían de que no había que dejar crecer al “monstruo del Estado” no le va a quedar más remedio que volver a decir:
Ya lo dijimos.
Artículo original publicado en El Club de los Viernes