Categoría: Desde el redil

Razonamientos para parvulitos

Realizo una pequeña incursión en tuiter en el día de Año Nuevo, anteriormente conocido como el día perdido (por la mucha fiesta, el poco madrugar y el no tener el cuerpo pa farolillos) y hoy relegado a la nada más absoluta (porque has perdido el día y ni siquiera te han dejado la fiesta).

La cosa es que leo un tuit de un afamado médico al que seguía desde hace tiempo y que enlaza una noticia de un periódico (que tiene ya varios días de antigüedad) que señala los razonamientos y sinsabores de una presunta sanitaria que atiende a gente presuntamente con coronavirus en las UCIS. En la noticia relata su perplejidad por el hecho de que los negacionistas de las vacunas no le hagan preguntas sobre los efectos adversos de los medicamentos que les ponen cuando ya están en trance de supervivencia, que se dejen poner todos los mejunjes habidos y por haber sin rechistar y sin oponer resistencia.

Y la cosa es que reutiteo poniendo la sencilla frase que hace de título en esta página que escribo y pocos minutos después descubro que el eminente sanitario de apellido igualito que un periodista famosillo al que escucho algunos fines de semana en un programa de radio, me ha bloqueado.

Lo que me hace pensar que hemos cambiado de año, pero que cambiar de año no cambia nada, como siempre ha sido.

Comprendo al pobre hombre, no obstante. Están siendo dos años duros para la antigua profesión médica. Por un lado han tenido que afrontar el hecho de haber sido humillados por una epidemia sin haber plantado la más mínima batalla, batiéndose en retirada vergonzosa, atrincherados en los centros de salud sin atreverse a ver a ningún paciente por miedo a que la muerte les asaltara como a los demás (y encima escudados en la escoria política y sus protocolos).

Por otro lado han tenido que sufrir el humillante descenso a la categoría de sanitarios, de verse de repente en el mismo saco que las enfermeras, auxiliares, celadores, conductores de ambulancia e incluso de las señoras de la limpieza, ellos tan pagados de sí mismos en otros tiempos.

Además, han tenido que soportar críticas de muchas personas, como yo, que les han restregado en sus narices que podían haber tenido la vergüenza torera de rechazar los aplausitos a las ocho cuando, además de presos en nuestros hogares, ni siquiera recibíamos la atención necesaria, cuando era un invento obsceno de los políticos, de nuestros carceleros.

Comprendo pues que en estas circunstancias, el hecho de que un tipo desconocido (como yo) no se trague un indecente insulto a pacientes que están en la UCI de alguien que debería dedicarse a curarles y no a juzgarles y que además señale que no se deja engañar como si fuera un niño chico, a diferencia del antes médico y ahora sanitario, haga un poquito de daño.

Por supuesto que nunca le afearé que me bloquee, pues en su perfil en redes sociales cada uno puede hacer lo que le plazca (o debe poder hacerlo). Pero como ésta es mi red social, sí le digo, a pesar de saber que no va a leerlo, que me importa un bledo.

Pero que sepa el interfecto que seguiré diciendo lo que me de la real gana por mucho que a algún sanitario, político, periodista, tertuliano, tragacionista o cuñado cualquiera le duela. Y seguiré haciendo crítica de todo lo que lea, estudie, escuche, incluso de lo que ya he dado por supuesto en ocasiones anteriores.

Y que no callaré.

Feliz 2022, Rafael.

Amigos y test: sucedió

Y lo que tenía que llegar a suceder, sucedió.

Transcurría más o menos plácidamente el segundo verano de la era covidiana, esa era que amenaza con no acabar pronto, y el remate final era una reunión de viejos amigos en una casa rural en un remoto lugar de las montañas del centro de la península esta de nuestros desvelos.

Sin avisos previos, a alguien se le ocurre la idea de solicitar un test previo para los asistentes al evento.

Sucedió.

De modo que uno, que ha sobrellevado como ha podido (nada bien) un criminal secuestro de varios meses, que ha estado trabajando todo el tiempo sin “protecciones”, que ha sido indignamente obligado a taparse la cara con un ridículo trapo aun estando más solo que la una, que ha tenido que rellenar autonómicos papeles para viajar en Navidad, que ha tenido que escuchar a diario mentiras y más mentiras sobre el dichosito virus, que resiste como puede la presión de las mal llamadas vacunas, ese experimento en el que nosotros somos las cobayas, que ha tranquilizado a su familia cuando ha cundido el desencanto, la tristeza, la desesperación o incluso el miedo, que ha puesto la calma necesaria en algún brote de histeria en el trabajo, que ha visto cómo la pandemia no existe desde hace tiempo más que en las noticias televisivas, que ha cruzado el país escudriñando en cada curva para ver si la policía le acechaba, que ha sido recluido ilegalmente en su ciudad, en la taifa de turno, que no ha dejado de besar, abrazar a los suyos, de reír y llorar con ellos, que ha sido recibido con los brazos abiertos por su familia, por jóvenes y viejos, que ha tenido que sufrir la cancelación, el silencio y el desprecio por decir lo que piensa, que ha perdido a manos del criminal Estado casi todos sus derechos y que, a pesar de todo sigue en pie, es llamado a demostrar que está sano y que no supone ningún peligro de muerte para tomarse un chuletón y unos vinos con unos amigos.

¡Amos, anda! (léase esto con el acento que ponen en el campo charro cuando no dan crédito a lo que oyen y además no se lo creen en absoluto, si puede ser con el volumen muy, pero que muy alto, y acompañado con aspavientos).

No explicaré aquí mis motivos, que por otra parte llevo explicando en este humilde blog desde el odioso 14 de marzo del 2020, pero sí que deslizaré unas palabras, unos tags, pistas para entender por dónde van los tiros: confianza, libertad y circo.

¡Amos, anda!

Mascarillos de playa y de interior

Estoy navegando la quinta ola de la llamada pandemia global de la muerte mundial del apocalipsis, aunque he de reconocer que me cuesta trabajo porque está siendo olita escuchimizada, y así es difícil surfear.

El caso es que he estado en la playa haciendo ese turismo de masas que los malnacidos de la élite globalista quieren hacer desaparecer (lo que le gusta a la chusma es malo para todo, oiga) y he podido estudiar de cerca a los mascarillos que pululan por allí.

Lo primero que llama la atención, para un humano de cara descubierta acostumbrado a convivir con los mayoritarios y muy sumisos mascarillos de provincia, es que no se siente un humano raro. Como por arte de magia, en la playa y sus alrededores, los mascarillos escasean. Está claro que cuando uno se va de vacaciones, manda al gobierno y a sus títeres televisivos a freír monas y se olvida de todas las consignas.

Pero, solitarios y asustadizos, algunos mascarillos se aventuran entre las multitudes que se agolpan junto al agua y bajo las sombrillas. Multitudes vociferantes y sudorosas, chapotantes, que esparcen tantos virus a su alrededor que sus congéneres van cayendo fulminados a medida que avanza el día.

Los mascarillos, en estas condiciones tan adversas, pasean solos. Mejor dicho, solas, porque casi todos son del sexo femenino (no se pregunten por qué ni cómo lo he sabido, pues hoy puede ser delito el mero hecho de pensarlo). Bien pertrechadas con su bolsa de marca, avanzan junto a la orilla de un sitio a otro embozaladas con su flamante fpp2 (cualquier otro tipo de trapo es muy peligroso), moviendo la cabeza con nerviosismo indisimulado y en constante zig-zag esquivador de ese calvo que se remoja los pies en la orilla, sin que señalización alguna avise de que se trata de un supercontagiador (el gobierno no hace bien sus deberes) o de la gorda que da voces a sus retoños porque el agua les llega ya por los tobillos, y pensando que, con virus o sin ellos, a esta gentuza de casta tan baja se les debería negar la entrada a cualquier espacio compartido.

Este tipo de mascarillos los he llamado mascarillus playerus para no esforzarme demasiado, que para eso estamos en verano. No son peligrosos, pues están en franca minoría, casi extintos, aunque se les nota el brillo vengativo en la mirada, sobre todo cuando aparece en lontananza una familia que, capitaneados por la hembra dominante, verdadera guardiana de la salud de su prole, embozalada busca un lugar donde plantar la sombrilla para, solamente entonces y con pánico evidente, ocultar de la vista el trapito infame con cuidado de no llenarlo de arenita porque luego hay que retomar la obediencia.

En el interior, en las ciudades provincianas, la cosa se vuelve más pandémica. Los que regresan de la playa se embozalan de nuevo, camuflándose entre la multitud ovejuna, conformando un paisaje que ya conocemos. Aunque hay que reconocer que con la llegada de algunos forasteros, de algunos extranjeros y de contados humanos de cara descubierta de otras ciudades, cierto número se atreve a descubrir que respirar aire no es nocivo (qué cosas).

Por supuesto, no olvidemos que las terrazas son un sitio absolutamente seguro y que, una vez sentaditos en una mesa, el desbozalamiento es generalizado y hasta la alegría, las voces y las risas aparecen. No me digan que esto no es una pandemia apañadita.

Sin embargo, a mi aguda observación no se le ha escapado el ejemplar más interesante de los que hasta ahora he podido contemplar. Es el mascarillus tunus.

Se trata de ejemplares endémicos de la ciudad universitaria esa de la rana tan famosa (al menos hasta que alguien lo encuentre en otro sitio), todos pertenecientes al sexo masculino (sigan sin preguntar nada al respecto) y desde luego bien entraditos en años (viejos para tunos, diría yo).

La pandemia no ha acabado con sus costumbres. Siguen apostados en la misma esquina de la plaza, cantando viejas canciones enfundados en sus trajes de época, pidiendo dinero y emborrachándose, babeando ante las hembras foráneas. Sin embargo, este año dan más pena que nunca (pobres), pues aún rodeados de gente con la cara descubierta en las terrazas atestadas, los tunus perpetran sus cánticos enfundados en indignos trapos faciales.

A su lado, el guitarrista sesentón, flaco y desaliñado que rockea en la calle rúa, es un ejemplar digno de alabanza. Su música suena casi hermosa, como su cara sin cubrir muestra dignidad.

El creyente

Hacía tiempo que no me enredaba en una conversación larga sobre el asunto del puñetero coronavirus con nadie, pero hoy no he podido resistir quedarme callado ante lo que escuchaba.

Resulta que hay un tipo que lleva esperando más de una semana una llamada de eso que han denominado rastreadores, por haber sido considerado contacto estrecho con un positivo (asintomático) de coronavirus. Digo que los llaman, rastreadores, porque realmente no lo son. Por lo que he podido comprobar estos días, son simples funcionarias que hacen su trabajo en las condiciones habituales, es decir, de 8 a 14, de lunes a viernes y a su ritmo, lo que me lleva a pensar (una vez más) que la situación no es alarmante aunque la propaganda lo quiera indicar.

El caso es que el contacto en cuestión estaba deseando ser llamado para que le dijeran su estado real, intuyo que para quitarse un peso de encima.

Intervine solamente para hacerle ver que, pasada una semana, prácticamente daba igual que le llamaran o no, y que, en todo caso, él no iba a sacar beneficio alguno de la prueba consiguiente. Si era negativo, todo seguía igual, porque gracias a su condición de correctamente vacunado, había hecho vida normal, sin confinamiento obligatorio ni voluntario. Si era positivo, estaría diez días recluido, sin más. Si desarrollara síntomas, poco importaría la prueba, pues descubriría la enfermedad por esos síntomas y no por aquella. Además, en ese caso, descubriría también que el tratamiento prescrito sería el confinamiento y el aislamiento, sin más cuidados que esos, al menos mientras su enfermedad cursara leve.

La respuesta fue lo que me hizo intervenir. Quiere saber su positividad para “no seguir esparciendo virus por ahí”. Y sobre eso le quise hacer ver ciertos aspectos relacionados con las enfermedades víricas y su transmisión, con lo que dice la biología y la medicina sobre esas cuestiones.

Pero todos mis razonamientos eran baldíos ante alguien que, aún reconociendo que no tiene ni pajolera idea de virus, piensa que cada uno tiene su opinión sobre cómo se transmiten los virus, sobre los diferentes tipos de ellos, sobre las medidas que la medicina ha tomado habitualmente para combatir enfermedades.

Todos tenemos una opinión, suelta encantado de conocerse.

Sin más argumentos que aportar a la conversación cuando le dejo claro que lo que le estoy diciendo no es mi opinión, acude presto al comodín de los “negacionistas” porque, evidentemente, se va a fiar más de lo que lo dicen desde la tele que lo que le diga un cualquiera por ahí. Y después al comodín de “tengo una hermana médico que ha visto a mucha gente morir”, supongo que para ver si, avergonzado por insensible, me arrodillo y me autoflagelo.

Como vamos viendo, la cosa mejora. Porque nadie estaba citando teorías extrañas, oscuras, sino lo que está establecido en los académicos libros de biología. Y porque, según él, es más que evidente que hay que fiarse del “doctor simón”, que ha dicho una cosa y la contraria (y casi todas mentira) desde que todo esto comenzó en su fase pública.

Lo que hizo que enseñara del todo la patita progre fue decirle que una cosa es combatir una pandemia y otra lo que se está haciendo desde la política. Entonces, enroque al canto, porque nada tolera menos un progre que el hecho de que se critique a los gobernantes progres. Y eso que nadie dijo que las críticas fueran solamente contra el gobierno español (evidentemente hay para ellos, pero también para los dictadorzuelos autonómicos y el resto de gobiernos que hay esparcidos por el orbe).

Así que estaba ya todo dicho.

El cerebro hecho papilla. El pánico incrustado en las circunvoluciones cerebrales impidiendo un mísero pensamiento propio.

No quise hacer sangre con el asunto de su consideración de contacto estrecho. No quise.

Porque si uno cree a pies juntillas todo lo que le dicen por la televisión, no se sienta en una cafetería (espacio cerrado) durante un largo rato a charlar amistosamente con varias personas, sin distancia ni mascarilla, digo yo. O pide públicamente perdón en la plaza del pueblo, cuando le pillan con el carrito del helado.

Incoherencias de la vida.

Y lo dejé por imposible, como casi siempre.

Por cierto, y como anécdota. En medio del fregado, escuché algo que hasta ahora no había oído, y es que, según este creyente, mucha gente es sintomática pero no se da cuenta.

Acojonante.

Ahora que lo pienso, me duele terriblemente la cabeza, tengo casi cuarenta de fiebre, toso ronco ronco y me duelen los huevos un ídem, pero no me estoy dando cuenta.

Acojonante.

Los mascarillos II: identificando variantes

Como si se tratara del virus chino ese que los mascarillos quieren evitar aún a costa de morirse (de asco), entre ellos no dejan de aparecer nuevas variantes. Aquí las llamaremos por su nombre, no como con las del virus chino a las que se refieren ahora todos con letras del alfabeto griego, justo ahora que nadie sabe griego (vaya casualidad).

Pues una variante de mascarillo que campa a sus anchas por las tierras hispanas es el mascarillus tontolhabus. Su hábitat preferido son los chats de cualquier aplicación de mensajería, el caralibro o el tuiter, además de, por supuesto, las conversaciones en plena calle con cualquiera o las amistosas (siempre que sean políticamente correctas) conversaciones de amigos o familiares en torno a una buena comida o una barbacoa, en la piscina o en la playa.

El comúnmente llamado (al menos en este humilde blog) tontolhaba de la mascarilla, no deja de repetir, una y otra vez, el soniquete de que la mascarilla debería ser obligatoria en exteriores, que es lo que escucha, también una y otra vez, en la televisión y en las tertulias de la radio, además de verlo en innumerables memes que sus compañeros de variedad retransmiten continuamente.

Se le llama tontolhaba porque ni siquiera es capaz de pensar por sí mismo que el estúpido bozal no impide ni deja de impedir transmisión alguna en la calle. Tampoco puede pensar que la obligatoriedad de llevar el bozalito ya existe, siempre que te encuentres en una situación llamada de riesgo, esto es cuando no puedas mantener una distancia mínima. Lo que él quiere, el imbécil, es que sea obligatorio llevar el trapo en la cara cuando esté uno en solitario en la calle, en el campo o en la ducha. El angelito daría pena, sino fuera porque su estúpida insistencia puede dar con la prohibición legal, de nuevo, de ir descubierto por la calle.

Lo peor no es que no pueda discernir que en la mayoría de los países no sido nunca obligatorio y multado ir con el trapo, teniendo cifras mejores que las nuestras, o que el subnormal no sea capaz de explicar cómo el año pasado por estas fechas no lo teníamos que llevar y teníamos menos muertos (oficiales) que ahora (y eso que estamos vacunados por millones). Lo peor es que sigue llamando, con voz chillona y cargante, irresponsables a los humanos de cara descubierta, no dándose cuenta, el gilipollas, que estos siguen tan sanos como él.

Y peor que esto, es que, el muy necio, no se da cuenta de la existencia de la otra variedad que comentaré hoy.

Esta variedad destaca por su caradura, por su inmensa caradura. Así que la he bautizado como mascarillus caradurus, en un alarde de ingenio. Su modo de vida principal es cantar las alabanzas al trapillo de la cara, es decir que debe ser obligatorio en todo momento, es reñir a los que no lo quieren llevar, por irresponsables, por contagiadores y propagadores de la muerte total, mientras él no la lleva, el caradura.

¿Que dónde se ven estos especímenes, especialmente repulsivos? Sobre todo en la televisión. Y se ven en todo su esplendor porque ellos jamás aparecen en público con bozal. Eso es para la puta chusma. Ellos, aunque estén en interiores y rodeados de otros congéneres caraduras, no se lo ponen nunca, los muy caraduras.

En un mundo más normal, habrían sido apalizados hace tiempo, por lo que habrían callado y su variedad se habría extinguido siguiendo los pasos lógicos de la evolución. Pero como este mundo ya no es normal, ahí siguen dando la tabarra y convenciendo a los estultos de los tontolhabus.

Como casi todas las variedades, esta última tiene una subespecie especialmente peligrosa. Es la temida mascarillus caradurus politicus, verdadero terror del humano de cara descubierta, pues no solamente no se pone la mascarilla mientras alaba sus bondades, sino que tiene la capacidad de hacer obligatorio su uso en cualquier circunstancia y maneja a la policía para que persiga a los humanos de cara descubierta y les abrase a multas y más multas.

Ni siquiera comento aquí lo que les pasaría en un mundo más normal, pero ya sabemos lo que pasa en este mundo.

Esto es todo por hoy, amigos. Me retiro a descansar dándome una vueltecita por las concurridas calles del centro, por supuesto a cara descubierta, en pos de nuevas variedades de idiotas, digo de mascarillos.

Los mascarillos

Una nueva especie ha sido descrita este fin de semana entre nuestra fauna nacional. Hasta ahora no había sido descubierta, tal vez porque vivía camuflada entre la prohibición de llevar la cara al aire por la calle.

Levantada esta prohibición, se ha podido comprobar cómo esta especie abunda y, según las primeras investigaciones, bien podría considerarse invasiva. No es de extrañar su proliferación en todos los ambientes, pues no necesitan prácticamente aire para respirar y sobreviven a cualquier temperatura. Y se ha hecho abundante, porque la propaganda bien regada durante más de un año ha dado sus frutos, que para eso se ha efectuado a conciencia.

Inasequibles al desaliento y a la comparación juiciosa de la lectura y la experiencia comparada, han tenido un gran éxito evolutivo, para alegría de los que nos pastorean.

Lo primero que llama la atención de semejantes especímenes, los llamados mascarillos (mascarillus mascarillus), es su integración en el paisaje. Da igual que vayan solos o en manada (siempre con un número no grande de ejemplares, atentos a no constituir lo que se llama una aglomeración), pasean por las calles de nuestras ciudades en silencio, o por lo menos procurando no alzar la voz. Y con la cabeza baja, que solamente levantan, como señal de alerta, ante la aproximación de una persona que lleve la cara descubierta.

Su seña distintiva es llevar un bozal (ellos lo llaman mascarilla) que les cubre el rostro, dejando solamente libres los ojos (aunque no siempre son visibles en los ejemplares que usan gafas) y las orejas que les sirven para detectar cualquier pisada de humano que se acerque, y para colgar el tapabocas en cuestión.

Coloniza todos los terrenos posibles y, si bien es preferentemente diurno, puede salir por las noches, aunque les da más miedito porque saben que desde el fin del toque de queda, son carne de cañón para un virus de gustos noctámbulos.

Para sorpresa de los naturalistas, también es frecuente en las calles y campos de nuestros pueblos, incluso en eso que han dado en llamar la España vaciada (sin que nadie sepa a ciencia cierta quién la ha vaciado).

Para su contemplación, pues, basta con dar una vuelta por cualquier sitio, aunque es una auténtica gozada verlos desde cualquier balcón cuando pasean en solitario a su mascota (perrillo de ciudad que ha gozado de los derechos a la respiración, esparcimiento y salidas de casa que no han tenido sus humanos “amos”) o cuando van a tirar la bolsa de basura al anochecer.

En esos momentos es cuando más a gusto se encuentran en la calle y, aunque no dejan de mirar a su alrededor, pasean confiadamente, bien pertrechados en la mascarilla y en la distancia enorme a cualquier humano de cara descubierta.

Como son tan abundantes, se han podido ya establecer diversas variedades, en función de sus hábitos o gustos. Está la mascarillus oficialistus, que usa el trapo porque sigue las recomendaciones de las autoridades sanitarias a rajatabla, y se cree una cosa y la contraria si éstas las dicen, aunque lo desmientan inmediatamente. Estos ejemplares caminan seguros de sí mismos, pues están recubiertos por la coraza que da la oficialidad de sus comportamientos, algo infalible en la lucha contra el virus. Se distinguen por sus miradas asesinas cuando se cruzan con un humano de cara descubierta y sus miradas inquisitoriales cuando localizan cerca a otro mascarillo al que el bozal le deja descubierto un mísero milímetro de las fosas nasales.

Solamente se sienten confiados en una terraza, porque, como todo el mundo sabe, sentadito bien pegado a otros congéneres, pero tomando algo, uno es inmortal.

Según todos los especialistas, su trato no es recomendable y es mejor esquivarlos, aunque suelen rehuir el conflicto con grupos de humanos de cara descubierta. En superioridad numérica o en compañía de algún policía, son implacables.

La subespecie masarillus oficialus doblemascarillus es la más peligrosa, pues usa una doble barrera de ffp2 y quirúrgica que le confiere, además de una protección infalible, una superioridad moral indiscutible.

También se puede encontrar la variedad mascarillus porsiacasus, que no se cree nada, pero tampoco razona mucho. Simplemente se la pone por si acaso, por si existe una remotísima casualidad de que le entre un virus, o no. Lleva bozal porque no han dicho que hay que ir a cuatro patas por la acera, que si no, iría. Pero sólo por si acaso.

La variedad mascarillus enlabarbillus es la más rara, pero se puede observar. Son ejemplares exóticos de por sí, porque su bozal ni protege de otros humanos de cara descubierta ni de multas, pero vaya, que por ahí andan dando vueltas. La ciencia está despistada (qué raro) con ellos, pero tampoco hay que pedirle a la ciencia que explique todo, visto lo visto.

Pero el verdadero mascarillo, el fetén, es el mascarillus voysoloenelcochus, verdadero antepasado del mascarillo actual, pues este ya colonizaba nuestras carreteras y calles antes del fin de la obligatoriedad. Siempre se mueve solo y con las ventanillas bien cerradas, para que no entre nada y se rumorea que sabe algo que los demás humanos de cara descubierta no saben. Algo importante será, cuando no han desaparecido.

Esta clasificación está hecha, según los expertos, deprisa y corriendo, así que les animo a que salgan a sus calles y estudien con detenimiento la fauna autóctona, pues en un país que alberga 17+1 dictaduras, la especies endémicas están al caer.

Y si no, al tiempo.

 

Madrid y las boinas

Ha pasado el tiempo suficiente para hablar con tranquilidad, aunque sé desde hace mucho tiempo que las cosas no son como nos dicen en la televisión y en la prensa, como nos dicen desde el poder.

Ha pasado tiempo, varias semanas, desde que estuve en Madrid.

No creo que debiera ser obligatorio, porque estoy en contra de que nos obliguen a hacer cosas, y cada vez más en contra, pero sería un ejercicio alucinante para toda la gente que aún cree en el relato oficial, pasar un fin de semana en la capital.

Nada más llegar a los madriles, notas cómo la gente no se aparta por la calle cuando se cruza contigo. Sigue a lo suyo, a lo que cada uno va haciendo, o sea como siempre, sin mirarte siquiera. Y da igual que haya poca o mucha gente, que casi siempre es mucha, no se apartan.

Entrar en las calles del centro, en la misma Puerta del Sol y aledaños, es darse de bruces con la realidad. Está todo lleno, así que, también como siempre, tienes que caminar pegadito a mucha gente.

Las terrazas, a tope, bien juntas las mesas y las sillas, incluso con aglomeraciones, con grupos numerosos agolpados todos en animada conversación. Las mascarillas, al bolsillo en cuanto la gente adopta la postura de sentado.

Y los extranjeros, que los hay a cientos, alérgicos al bozal.

Cuando se te cae la boina al suelo es cuando te asomas a un bar y lo ves atestado de gente, todos sin su mascarilla y comiendo bocadillos de calamares charlando animadamente en la barra. Sí, en la barra, cuando en provincias acercarte a la barra es sinónimo de caer fulminado al suelo por el supervirusmutante de las barras de los bares.

Uno, que va de provincias sabiendo lo que sabe de esto, pero con los tics y reflejos de un año y pico perseguido por las policías convertidas en cazamascarillos, sometido al escrutinio constante de los vecinos para descubrir si se te ha bajado el puto bozal un milímetro por debajo de la nariz, vigilado en las tiendas, acosado para echarte gel a la entrada de la iglesia día a día, cree que está viviendo un sueño.

Y piensa, también por automatismo, que tendrá que esperar a ver qué pasa quince días después.

La respuesta es sencilla. No pasa nada.

Para empezar, es lógico pensar que esa gente lleva viviendo así desde siempre, que no se ha echado a las calles y abandonado las “medidas de precaución” solamente para que los vieras. Luego, si nada pasó ayer, o la semana pasada, nada pasará dentro de quince días.

Como nada pasó, por ejemplo, quince días después del fin del estado de alarma, cuando los jóvenes salieron a celebrarlo y fueron linchados en todas las teles, periódicos, tertulias de radio y en muchas conversaciones familiares.

Para continuar, también es lógico pensar que no es culpa nuestra, de los ciudadanos, que esta enfermedad haya hecho lo que ha hecho. Nosotros nos limitamos a vivir y el virus se limita a infectar, vamos lo de siempre.

Son otros, con intereses abyectos, los que nos han intentado meter en la cabeza que somos un peligro unos para otros, sobre todo si nos juntamos varios.

Nada más lejos de la realidad.

Aunque muchos han picado y se han tragado el cuento.

Pobres.

Botellones

¿Recuerdan cuando dejaron salir a pasear a los niños, hace un año?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando nos dejaron salir a pasear a todos, a las ocho?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando en la «desescalada» se permitió que nos sentáramos en una terraza?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando se permitió que saliéramos de la ciudad?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando acabó el primer estado de alarma?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando nos fuimos de vacaciones a la playa?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando los “cayetanos” se manifestaban en Madrid por el infernal encierro que estábamos sufriendo?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando empezó a haber caceroladas en muchas ciudades para protestar por el infernal encierro que estábamos sufriendo?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando se han celebrado triunfos de equipos de fútbol, o peleas entre hinchadas rivales?

Las redes estallaron, la prensa bramó, las fotos eran apocalípticas, las aglomeraciones diezmarían a la población en pocos días. Éramos todos unos irresponsables, merecíamos que nuestros amos nos encerraran de nuevo.

No pasó nada.

¿Recuerdan cuando falleció un destacado (!) político comunista en medio del infernal confinamiento de hace un año?

Casi nadie dijo nada, aunque las fotos eran iguales que todas las que he citado anteriormente.

Y no pasó nada.

¿Recuerdan cuando se celebraban mítines para la campaña de las elecciones catalanas?

Casi nadie dijo nada, aunque las fotos eran iguales que todas las que he citado anteriormente.

Y no pasó nada.

¿Recuerdan cuando se han celebrado mítines para la campaña de las elecciones madrileñas?

Casi nadie dijo nada, aunque las fotos eran iguales que todas las que he citado anteriormente.

Y no pasó nada.

¿Recuerdan cuando nos encerraron durante meses en casa?

Primera ola.

Fallecieron decenas de miles de españoles.

¿Recuerdan cuando nos volvieron a encerrar en octubre?

Segunda y tercera ola.

Fallecieron decenas de miles de españoles.

¿De verdad cree alguien que voy a creer lo que me digan sobre los botellones del final del infernal estado de alarma que hemos tenido?

¿De verdad cree alguien que estoy tan idiotizado?

Ahora sumen a todo lo anterior que está (ahora sí) vacunada toda la población de riesgo, esto es los que han tenido el 90% de la mortalidad y díganme que tengo que llevarme las manos a la cabeza y pedir que nos encierren de nuevo.

Y si alguien me dice que la vacuna no sirve, que me diga de paso, ¿qué cojones de brebaje les han metido entonces a los ancianos?

Sigan pidiendo encierro y lo tendremos.

Y nos lo mereceremos.

Pandilla de subnormales…

Nuestros amigos los políticos

Hoy no estoy de humor, así que me voy a ocupar de nuestros queridos, queridísimos políticos, esos que tanto están haciendo por nuestro bien.

Habrá que empezar por nuestros amigos del gobierno central. No porque quiera, sino porque están ahí. Desgraciadamente, están ahí.

Y ya sabemos a qué se han dedicado desde mucho antes de llegar ahí. Dejando aparte su medra personal, su bien alargada mano “arrepañando” sueldos y prebendas, han llegado ahí para desmantelar lo poco que de nación nos queda. No tienen exactamente los mismos intereses, pero son intereses bastardos en cualquier caso.

Socialistas y comunistas juntos en el gobierno es sinónimo de caos, de revolución, de miseria, ruina y represión. De una forma o de otra. Y no lo digo yo, lo dice la historia y lo dicen las actuales circunstancias, vaya.

Así que no han hecho otra cosa que ir a lo suyo. A encerrarnos, a quitarnos la libertad y a dejarnos morir a los que hiciera falta, si la hacía. Y a tramar todo tipo de golpes en nuestra contra. Decretos infames, ilegales, confinamientos indignos, secuestro y extorsión.

Nada que pueda sorprender. No hay más que verlos, no hay más que contemplar a quién hemos puesto al frente.

Mientras estábamos en casa y nos prohibían trabajar, nos negaban la atención y el sustento. El resto les resultó fácil. Con el poder judicial (ja, ja) decrépito, con la oposición entregada, cuando no colaboracionista (con la excepción de un puñado de aguerridos españoles), con los meretrices medios de comunicación y con el pueblo muerto de miedo, todo está siendo un paseo. Triunfal hasta ahora.

Tan seguros están de todo, que en los últimos días se han atrevido a asaltar el poder todos los sitios en los que les era posible, aunque con resultados aún inciertos.

También los segundones han tenido muchos minutos de gloria, claro está. Después de un estado de alarma primaveral en el que se vieron superados, acojonados por la situación, en el que reconocieron que eran unos “don nadie”, en el que respiraron aliviados porque les quitaban la responsabilidad de encima, comenzaron a tener ansias de protagonismo.

Así que ayudaron al irresponsable, incompetente y esparcidor de culpas gobierno central a diseñar una “desescalada” a su medida. Carajal de envidias e insidias autonómicas a la vista. Unos peleándose contra otros y contra todos para ser los primeros de la carrera, dando gusto al tío sánchez y sus ministros, que se pirraban por las genuflexiones para pasar de fase o por sus pataletas por el castigo inmerecido.

Cuando ya había que darnos algo de suelta para que no estallaramos, nos regalaron una “nueva normalidad” que devolvía las competencias a los caciques. ¡Qué bien! Otra vez las cosas en su sitio. Así que lo que parecía que iba a ser un verano llevadero se trocó en diarrea normativa, que para eso tenemos 17 o más parlamentos que cagan leyes sin descanso.

Así que somos el país que más. El que más medidas y restricciones absurdas tiene, el que más exigencias exige. Y acabamos llevando la puta mascarilla hasta para ir al baño en nuestra casa, acabamos no pudiendo ir a la playa sin tener a un policía o a otro idiota con chalequito fosforito detrás de la chepa, acabamos teniendo confinamientos perimetrales de comunidad autónoma, de provincia, de localidad, de barrio, de área de salud o de escalera, o todas a la vez, acabamos con los bares cerrados, abiertos, solo las terrazas, la barra no, acabamos de los nervios.

Y ellos felices, dando ruedas de prensa, preocupadísimos por nosotros. Pero pidiendo pasta al gobierno central, que es lo que mejor se les da.

Luego, con la venida del viento otoñal, y como estaba en el guión, les entró miedito y pidieron otro estado de alarma. Y fue concedido, pues sánchez es magnánimo, pero esta vez de 6 meses, 6. Pero con competencias para los caciques, para que todo el mundo esté contento.

Y en esas estamos, teniendo que llegar a casa a la hora de las gallinas y no sabiendo qué se puede hacer o qué no. Y sobre todo, sobre todo, no pudiendo salir de la comunidad autonómica, que se note que los caciques tienen un territorio que controlan.

¿Eres español? No, eres valenciano, o extremeño, o murciano, amigo. El orgasmo de la transición llegó, vaya si llegó, fronteras dentro del país.

No obstante, en todo hay grados. Tenemos, por ejemplo a los catalanes, que siempre han ido por libre, con alarma y sin alarma. Vale que no se aclaran, vale que están en la puñetera ruina, vale que mienten, vale que no se entienden ni ellos, pero van a lo suyo, como los malcriados que son.

Luego están los vascos, que están tranquilitos porque todo esto les viene como anillo al dedo. Fronteras cerradas, endogamia que es lo que les mola, pero con la pasta de otros. Estupendo, aunque no les haya temblado la mano a la hora de cercenar las libertades de su pueblo, que tampoco es tan fiero como lo pintan. Se atrevían con gente buena, indefensa y por la nuca, pero nada más. Nada que no supiéramos.

El rincón noroeste ha tenido mala suerte. Ahí están los caciques más caciques. Está el todopoderoso gallego, matón al más puro estilo, despiadado perdonavidas. Tiene a los suyos bajo la bota, pero aún así les pide que le adoren, porque es lo más. Merecido se lo tienen.

Está el mediocre castellano, de cerebro más bien plano, asistido de su maligno segundo, médico para más señas, que es tan superior al resto de humanos que le votan, que no para de despreciarles. Y de arruinarles por su bien.

Está el asturiano, que se ha echado al monte y no es precisamente un Pelayo. Acabarán mal con el barbas y sus ínfulas separatistas camufladas, al tiempo.

El sur siempre es más tranquilo, dentro de esta debacle. Extremeños y andaluces han tenido de todo, pero tampoco se han ensañado con ellos. Tampoco han tenido mala suerte los madrileños, aunque han tenido que aguantar los insultos del bipolar manchego, que a veces parece que ha bebido (he dicho parece, oiga).

Y el oasis valenciano, esa costa a la que muchos queremos ir, se han encontrado que han puesto a los más facciosos, a los más sectarios, en el peor momento. Bienvenidos al infierno, chicos, habitantes otrora de la cosmopolita, pujante y atractiva comunidad valenciana.

Del resto no estoy muy al tanto, la verdad, y ya voy estando cansado.

Y de los canarios no quiero ni hablar, porque bastante tienen los pobres con su invasión.

Los cobardes sanitarios

Hoy nos toca hablar de nuestros amigos los “sanitarios”.

Antes de nada, un par de salvedades: la primera es que me referiré a los sanitarios de la “pública”, la “nuestra”, la de “todos y todas” (y todes, y todes, sí), porque los de la privada, esos que son inmisericordemente vilipendiados por la progresía, han dado la cara (y bien lo sé, pues pasé un tiempo por allí). La segunda es que sé que hay, ha habido y habrá personas dentro del sistema sanitario que se han comportado como profesionales y como personas, pero su grupo, sus compañeros han hecho y están haciendo lo que están haciendo. De modo que, en el caso alto improbable de que lean esto, les dolerá, pero no por eso dejan de ser las cosas como son.

Volviendo al tema, nuestros queridos sanitarios, los que hacen frente profesionalmente a las enfermedades, se acojonaron a las primeras de cambio. Al grito del gobierno de que venía una pandemia y que había que cerrar las puertas, se echaron cuerpo a tierra y chaparon los centros de salud.

¡Que nadie entre, que nos contagian y nos van a matar!

Pero oiga, que esa gente está enfermita y necesitan atención…

Pues que se queden en su puta casa, que nosotros no queremos contagiarnos, leñe, que se vayan al mercadona o algo.

Ironías aparte, lo triste es que lo que pasó se asemeja a eso. Sí, porque los centros de salud cerraron en bloque, se blindaron y los médicos se quedaron dentro agazapados, tiritando de miedo, en humillante cobardía. Lo triste es que la consigna general fue que los “sospechosos de covid” se quedaran en sus casas, con una atención telefónica que era inexistente en la mayoría de los casos, y que solamente en estado agonizante se les permitía acercarse a un hospital.

Y aquí, en los hospitales, se perpetró otra de las grandes cobardías. En estas instalaciones, los enfermos sí eran atendidos. Tampoco quedaba otro remedio. Es cierto que hubo sitios y casos, pocos, en que se llenaron de gente con síntomas de tener el virus. Pero también lo es que muchos que tenían otras patologías fueron literalmente expulsados de allí o no admitidos a entrar. Y muchos, muchos ancianos no fueron admitidos, dejando entre todos que se murieran solos en sus residencias.

La sanidad dio su verdadera cara, la que realmente tiene. Es un sistema estatal caro, carísimo e ineficiente, como no podía ser de otra manera. ¿O es que podíamos esperar otra cosa de un sistema que lleva años creciendo bajo el dominio absoluto de esos que nos gobiernan? ¿O es que podemos esperar otra cosa de un sistema que lleva tiempo siendo punta de lanza de las políticas más socialistas?

¿O es que podemos esperar otra cosa de unos profesionales que llevan años siguiendo el juego de los políticos intervencionistas a cambio de una comodidad falsa, a cambio de puestos aseguraditos, de jugosas “liberaciones sindicales”? ¿O es que podemos esperar otra cosa de unos trabajadores que llevan tiempo repitiendo las absurdas consignas de la izquierda más radical, atacando a sus compañeros de la sanidad privada, o al menos dejando que esto suceda sin decir ni pío?

No. No podemos esperar otra cosa, más que cobardía, ineficiencia, protocolos infames, desatención y muerte.

No podemos esperar que, quienes defienden el socialismo, nos traten como a personas, porque el socialismo es lo más opuesto a eso. Podemos esperar, y eso es lo que ha ocurrido, que nos traten como a ganado, anteponiendo sus intereses y los intereses de los dueños verdaderos del sistema sanitario, el Estado y los políticos, a los intereses de los pacientes. Porque los médicos hoy, no son médicos. Son sanitarios, funcionarios adocenados, corrompidos por el sistema que los destruye como profesionales liberales que un día fueron, con prestigio por ser los que curaban y algo más a sus pacientes, por ser los que se ganaban el sueldo y el prestigio con sus meritorias acciones, no por ser un número más en un sistema infame y quebrado.

¿Y saben qué? Que yo me alegro. Me alegro que se haya destapado todo, aunque me entristezco y rezo por todos aquellos que han sido abandonados a su suerte mientras todo se desmoronaba. Y no me importa que la mayoría de la gente piense que esto ha ocurrido porque a la sanidad pública no se le ha dotado en condiciones, no. La realidad es la contraria, por más que no se quiera ver.

Iba a escribir ahora un párrafo para explicar las carencias (que sí hubo) en el equipamiento de los sanitarios, en su protección. Pero no lo voy a hacer, porque acabo de caer en que aún tuvimos que vivir alguna infamia más.

Por ejemplo la de que en ningún sitio (o casi) hubiera profesionales valientes que tuvieran humanidad para dejar que los familiares acompañaran a sus seres queridos en su últimos momentos, o que se les diera consuelo espiritual.

O que se prestaran, sin decir que no eran procedentes, sin decir que era una burla manipulación de los que nos pastorean, sin decir que lo que estaban haciendo no lo merecía, a recibir aplausos a las ocho cada tarde. Los carceleros organizando orgías de fiesta en su propio beneficio y los sanitarios prestándose al juego, manteniendo a la gente secuestrada y desatendida.

O que muchos de ellos hayan tenido intervenciones en los medios de comunicación en las que han esparcido el pánico, el miedo, el falso apocalipsis que se nos venía encima.

Y sobre todo, no se me olvidan los nauseabundos tik-toks que todos hemos visto, con esos macabros bailecitos en hospitales lejos del colapso, por esa gentuza que tenía tiempo para ensayar y grabar, mientras nos vendían la moto de que estaban cayendo como moscas.

Por mi parte, váyanse a la mierda o pidan perdón. O las dos cosas a la vez.