Hace unos pocos días asistimos a un evento de esos que se recuerdan toda la vida, de esos que reúnen a la familia más cercana y a un escogido y pequeño grupo de amigos. Además del evento en sí, de la comida y de las risas, se montó, cómo no estando yo por medio, una buena conversación sobre el Estado y su malignidad, porque un provocador nato, que a la sazón era el organizador del evento y padre de la criatura, tuvo a bien colocar en suerte el tema, una vez reunidos en torno a unos güisquitos un par de irredentos libertarios, un hombre de negocios y un tradicionalista conservador (si me permite el interesado tal etiqueta y si no me la permite, que se ponga la que le convenga o ninguna).
El caso es que se montó una buena, con amplio despliegue gestual, enconamiento de posiciones, apertura de temas nuevos en cada contestación, todo aderezado con el suave volumen que suele acompañar a los españoles cuando nos ponemos a discutir.
La sangre no llegó al río, por supuesto, y todo acabó en empate cuando parte de los asistentes al evento tuvieron que marcharse, lo que aprovechamos para levantarnos, firmar la tregua correspondiente, citándonos en el siguiente bar para tomar unas sidrinas.
Lo vivido es, o debería ser, lo normal. Normal es que un grupo de familiares y amigos se enzarcen en temas candentes, en temas actuales, en asuntos de fútbol o filosofía política, según los intereses de cada cual, mientras celebran cualquier cosa que tengan que celebrar.
Lo normal en esta vida es discutir sobre las cosas que interesan.
Alguno se estará preguntando de qué va esto hoy. El título escogido debería dar una pista, pero es demasiado escueto y demasiado general, ya lo sé. Así que me explicaré.
La censura, la cancelación que dicen los progres, está de moda. Y no se practica solamente en las redes sociales, en la prensa o por parte de los políticos. Cada vez se deja ver más en los grupos de amigos o en las familias, con el fin (esgrimen sus defensores o sus ejecutores) de preservar la paz. No es bueno, se argumenta, que se hable de ciertas cuestiones que hacen que la cosa se tense, se radicalice.
Supongo que en algunas ocasiones la intención es buena. Simplemente, se trata de pasar un rato en agradable compañía y nada más.
Pero en muchas otras, la censura tiene el propósito de que el relato oficial, las posiciones en los asuntos que se aceptan comúnmente por todos, esas que nos trasmiten desde el poder, sean las políticamente correctas. Ignoro en estos casos el motivo real, el que subyace en la cabeza de quien la promueve, alienta o sigue, puede que muchos no lo razonen siquiera, pero el resultado es ese.
Es posible que estén mezcladas con asuntos de liderazgo en los grupos, de complejos de inferioridad, de debilidad en los argumentos propios y algunas otras cuestiones, es posible. Pero es interesante darse cuenta cómo aparecen siempre, no cuando hay alguien discrepante, que lleva la contraria o tiene ideas marginales sobre dichos temas, sino cuando el grupo empieza a admitir, a plantearse la bondad de algunas ideas de los outsiders.
Entonces es cuando empieza a actuar la censura.
La amenaza de que ciertas ideas, una vez repetidas e interiorizadas, se comiencen a aceptar, es intolerable. Recuerda mucho a lo que ha sucedido este año en las redes, por ejemplo. Durante casi una década, éstas eran territorio hostil para nada que fuera mínimamente contra el discurso progre y no ocurrió nunca nada relevante, más allá de los ataques furibundos hacia los disidentes.
Cuando éstos últimos han aumentado en número, en arrojo, en desparpajo, y han dejado de actuar con cobardía ante los ataques, cuando han mostrado con orgullo indisimulado sus ideas, es cuando ha empezado a actuar la censura, la cancelación.
El problema es que los grupos de amigos no son una red social. Funcionan de manera anárquica, con relaciones que se basan en la voluntariedad, en el consentimiento. Unos consienten a los otros y los otros consienten a los unos. Cierto es que hay liderazgos, pero no son impuestos, lo que supone que si esos líderes se extralimitan o comienzan a tomar decisiones que perjudican al resto, o los benefician en demasía, el resto puede acabar por no consentir. Entonces el grupo se rompe, se reorganiza, desaparece o algo parecido.
Pero, aunque esto no ocurra, en la práctica, la censura mata al grupo.
Porque no poder hablar de lo que está ocurriendo a tu alrededor, de lo que preocupa a cada uno, y menos sobre el asunto más relevante que ha ocurrido en la vida de muchos, y menos en la situación que nos rodea en nuestro país y en nuestro mundo, es como morir anticipadamente.
Morir calladamente, con un silencio impuesto. Dejar pasar la vida sin poder oponer al rodillo que te oprime ni tan siquiera el grito que delata que has descubierto el engaño.
El grito que delata que estás vivo.
Si alguien prefiere amigos muertos, que los tenga. Si alguien prefiere amigos callados, que los busque. Si los quiere sumisos, suerte con el tema. Si políticamente correctos, el mundo está lleno de progres.
Por mi parte, hace tiempo que comencé a hablar, incluso a gritar, y aquí y así seguiré.