Un cierto tipo de políticos, de cuyo nombre no quiero acordarme, ha introducido en la campaña electoral de Madrid el asunto de la amenazas, con el ánimo de hacerse las víctimas.
No abundaré en el tema, trillado ya por todos los medios con, generalmente, desafortunado análisis. Tampoco abundaré en el tema de que esos mismos políticos cuentan como aliados con los herederos del terrorismo vasco, pues es público, notorio y objeto de ostentación por su parte.
Sin embargo, les contaré, si tienen la amabilidad de leerme, una historia que me ha venido al recuerdo al hilo de lo anterior.
Hace un par de años, se celebraba en una pequeña capital de provincia española el día de la patrona de la Guardia Civil. Además del desfile consiguiente, se organizó una exposición sobre la benemérita institución, a la que acudí acompañando a un viejo amigo y su familia.
Mi amigo, suboficial que contempla y asume ya la última etapa de su vida profesional, me invitó a pasar un rato junto con su mujer y sus dos hijos, ya en edad casadera, contemplando objetos y fotografías sobre la historia de un cuerpo veterano y, normalmente, bien considerado por la población a la que dice servir.
Con cierto orgullo no muy bien disimulado, me explicaba todo lo que nos íbamos encontrando en nuestro recorrido. Muebles, enseres variados, útiles de trabajo, banderas, insignias, todas ellas de tiempos pasados, se disponían en lo que era una recreación por la historia del último siglo y medio de nuestra historia.
También fotografías, que abundaban, con las explicaciones oportunas. Y así nos detuvimos en las historias de guardias que habían derrochado sus valores y sus convicciones luchando, y muriendo en muchas ocasiones, frente a los bandoleros, frente a los revolucionarios y en el mismo frente durante la guerra.
Historias que daban sentido a los versos del himno, que se canta en todas las ocasiones señaladas: “viva el orden y la Ley, viva honrada la Guardia Civil”.
Crecido por las historias de valor, de tenacidad, de honestidad, de valentía, de coraje y de disciplina que se nos mostraban, mi amigo nos llevó delante de un mural hecho con los rostros de los que habían caído frente al terrorismo vasco, allá por las últimas cuatro décadas del desolador siglo XX. Se situó frente a ellas y buscó, mientras explicaba en voz alta, a varios de aquellos de quienes conocía a familiares, caídos en atentado.
Fue entonces, cuando un anciano le oyó y comprendió que estaba ante un compañero y blandiendo en alto su bastón comenzó a señalarnos las caras de aquellos que habían sido asesinados y que habían servido junto a él. Nos dijo, con los ojos rojos y llenos de lágrimas que se afanaba en no dejar escapar, nombres y sitios, lugares donde habían estallado las bombas y dónde habían sido colocadas, nombrando también a los supervivientes, cuando los hubo.
Y señaló, al final, a los dos jóvenes que habían caído fulminados por un explosivo en una localidad pequeña y fronteriza en la provincia en la que nos encontrábamos, mientras pugnaba por dominar una rabia contenida entonces y desde entonces.
Una rabia que no era odio sino dolor, que no era odio sino impotencia.
Y dignidad, toda dignidad.
Mi amigo, el pobre, enmudeció. Aunque reconozco que aguantó el tipo de forma más o menos decorosa, pues permaneció junto al anciano compañero, y pudo, antes de marcharse, dedicarle algunas palabras de consuelo, de asentimiento, de comprensión y un sencillo saludo en el hombro.
Allí quedó el hombre, en pie, viejo, orgulloso, firme y aún mirando las fotografías.
Días después, mi amigo me comentó que se alegraba de que sus hijos hubieran presenciado la escena, pues él no hubiera podido acercarse siquiera a transmitir lo que aquel hombre había vivido. Y que esperaba que no lo olvidaran nunca, por más que se toparan en la vida con indeseables como los políticos que ahora mienten siempre que hablan.
Y que rezaba para que Nuestra Señora ayudara a aquel compañero, del que nunca más hemos sabido, a doblar las rodillas cuando llegase su hora, intercediese por él ante su Hijo y la infinita misericordia del Padre hiciese el resto.
Artículo original publicado en Tradición Viva