Le dio la vuelta al examen cuando el profesor lo indicó. Echó un vistazo rápido a las preguntas para comprobar que no tendría demasiadas dificultades en la próxima hora y se dijo que aquél no sería su peor examen, pero tampoco el mejor.
Desde que había entrado en el instituto se había enfrentado a muchas pruebas como aquella. Muchas veces, bolígrafo en mano, había tratado de encontrar las palabras, las frases adecuadas para contar la historia que había sucedido siglos atrás, o los cálculos necesarios para resolver alguna ecuación que seguramente significaba algo aunque no atisbase, con su mente de adolescente, a imaginarse mínimamente qué.
Pensándolo bien, no le había ido tan mal.
Cierto era que no había acabado de colmar las expectativas de sus padres, rehenes todavía de la caduca cultura del esfuerzo, quienes viendo su agudeza mental (sobre todo a la hora de encontrar novedosos argumentos para contraponerlos a los suyos cuando discutían) y pensando que había heredado algo de su capacidad de sacrificio, habían soñado con que llegaría a tener las notas suficientes para ingresar en una carrera de las de postín.
Pero también era cierto que no había pasado por aquellas aulas con más pena que gloria.
Desde luego, sonrió mirando hacia el frente, no había sido como aquel muchacho que ahora buceaba afanoso en las hojas, sentado en la primera fila al lado de la puerta, todo tesón y todo perfección. O como aquella otra espigada, también de la primera fila (¿por qué siempre se han sentado delante?) que no había día que no supiera exactamente las respuestas a todo lo imaginable y a la que, no sabía bien por qué, no parecía importarle demostrar que allí perdía el tiempo, pues todo lo sabía ya.
Desde luego que no.
Pero tampoco había sido un fracaso andante. Lo suyo no había sido dejar los exámenes en blanco, venir sin los deberes hechos (no siempre al menos), quedarse dormido en plena clase o acumular partes como cromos por mirar el móvil o decir improperios.
Eso tampoco.
Había estado, ahora lo veía con claridad, como agazapado en la última fila, siempre bien alejado del lugar preferente del aula, ese que orbita alrededor de la pizarra, la mesa del profe y la primera fila.
Siempre al fondo y siempre cerca de una ventana, hacia la cual desviaba con frecuencia la mirada, buscando un punto de fuga allá arriba, entre los edificios. Por allí había visto pasar una sucesión interminable de cielos, desde el negro oscuro de la primera hora del invierno, antes del amanecer, hasta el azul rutilante de los mediodías del mes de junio, pasando por los grises y húmedos cielos invernales.
Y desde su lejanía había asistido a una sucesión casi interminable de seres que entraban rutinaria y metódicamente, contaban sus cosas, hacían sus chascarrillos, exhibían sus manías, discutían con sus compañeros, mandaban deberes, ejercicios, exámenes y, también rutinaria y metódicamente, salían a la hora establecida, a golpe de timbre.
Hasta ahora no se había parado a pensar en lo que le contaban. Sacudiendo la cabeza, observó como no todo había sido anodino, aburrido o sin interés. Mucho le había gustado aquella parte de la historia en la que romanos y cartagineses se perseguían desde los Pirineos hasta las puertas de la misma Roma.
O aquella sucesión de fórmulas, apenas esbozadas, que mostraban cómo las moléculas de carbono eran construidas y destruidas, transformadas y aprovechadas en el interior de las células eucariotas. Incluso se había maravillado al descubrir la simple pero genial agudeza de aquellos antiguos griegos que habían dado respuesta a casi todo.
Claro que no pudo dejar de pensar en la cara de asombro (seguro estaba) que pondrían los que le habían contado todo aquello, si alguien se atreviera a decirles lo que estaba pensando, pues su expresión no había variado mientras todo eso le habían contado.
Ninguna muestra de interés había demostrado.
Empezaba a suponer que era debido a que se encontraba en la edad de las contradicciones y la apatía, y tal vez por eso, ahora que estaba próxima su salida de allí, veía con cariño el tiempo pasado. Y le entraba un cierto gusanillo al pensar en lo que haría después, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que sería, por más que sus angustiados padres le preguntaran a diario.
Verdaderamente sorprendido de estar pensando lo que estaba pensando, se hizo hacia delante y se dispuso, cogiendo el bolígrafo y dibujando un rictus de concentración máxima, a volcarse de lleno en aquel que sería su último examen. Tienes que hacerlo bien y rápido, que esto ya se acaba, pensó. Bien no siempre te sale, pero rápido, casi siempre, así que…
Entonces escuchó claramente una voz que se elevaba desde la parte delantera del aula.
El tiempo ha terminado. Dejad de escribir y entregad los exámenes.
Espero que hubiera varias categorías en el concurso. De lo contrario, los mejores redactores del insti se habrán marchado cabizbajos pensando: «Abusón».
Enhorabuena.