Hace un tiempo que no me acerco a este que algunos llaman mi púlpito, el lugar desde donde pontifico. Cuando me aparté, estábamos a las puertas de terminar un ilegal, surrealista, arbitrario y generador de miseria sin límite estado de alarma, que nos habían impuesto nuestros queridos amigüitos del gobierno.
Algunos habían salido a la calle para hacer ver su hartazgo y todo indicaba que acabaría el mal sueño en unos días. Y, si bien el secuestro organizado acabó, no se recuperó la vida ni mucho menos. Muchos están empeñados en que esto continúe y aplican todas sus energías a ello. Y encuentran, sin que sea una sorpresa ya, una población absolutamente entregada, más que resignada, convencida, entusiasta, feliz de ver cómo pierde la poca libertad que le queda y no obtiene nada a cambio.
El veranito del 20 comenzó con una nueva subnormalidad que consistía en que, por fin, podías moverte de tu casa, de tu ciudad, de tu región sin dar cuentas a nadie. Eso sí, con la mascarilla bien colocadita para entrar en locales cerrados, comercios y otros sitios similares, excepto en los bares y restaurantes, porque como hemos aprendido hace unos meses, el virus sabe bien en qué tipo de local, manifestación, evento está, e incluso sabe la ideología de cada uno, lo que piensa, para decidir si contagia o no, si se manifiesta o no.
Así que todos inundamos las calles y las playas, los pueblos y las ciudades vecinas, libres por fin. Los turistas aún no habían llegado, pero llegarían, seguros estábamos porque nos lo decían en la tele. Tranquilos, chicos, que esto va a ser una recuperación en V tan buena, que pasaremos a ser la primera potencia mundial.
Como uno es más bien insolidario, insumiso, intolerante, incorrecto y muchos «in» más, decidió irse de vacaciones al extranjero, para dejar sitio a los miles de millones de rubios que iban a venir a nuestra patria. Y se fue a otros países, para disfrutar de paz, tranquilidad y relacionarse (aún sin intimar demasiado, que también soy algo “insocial”) con gente más o menos normal.
Efectivamente, pasado el puente que separa el estercolero en que hemos convertido este país ¿nuestro? del mundo, pude, en compañía de mi familia disfrutar de lo que era (casi casi) un veranito normal. Playa, cerveza, piscina, cerveza, olas, cerveza, excursiones, cerveza, comida, cenas, restaurantes, cerveza, risas, cerveza, rosarios, cerveza, paz.
Pero, como nada en esta vida es eterno, cuando regresé me percaté de que aquí las cosas no habían ido sino a peor. Entonces ya había que ir embozalado a todas horas, sin importar que estuvieras rodeado de gente en un sitio cerrado o que estuvieses en solitario en un puto descampado a 40 grados a la sombra.
De pronto, me convertí en una bomba infectiva de gran peligrosidad. Culpable solamente por existir y respirar. Culpable de querer visitar a los tuyos, organizar alguna merendola o tomar unas birritas veraniegas. Desde el principio del verano hemos tomando una pendiente descendente, apoyados por los noticieros, que se empeñan en repetir y repetir que la culpa de que estemos en un rebrote sin fin, en una segunda megaola es nuestra, de la gente, porque no se nos ocurre más idiotez que pretender vivir.
Aquí, señores, hemos pasado el verano siendo culpables de una ola que no acaba de llegar. Desde finales de junio estamos al borde del colapso, al mismísimo borde. Que digo yo que cuando llegue de verdad lo que estaremos es agotados, estresados. Agotados de ser culpables, de ser medio delincuentes, acosados por la prensa, por la policía y por tus vecinos y amigos, por la vigilancia social esa del puñetero visillo que te vigila constantemente.
Sin fiestas, sin verbenas, sin procesiones, sin discotecas. ¿Te gusta algo? Prohibido. Pero para que no te deprimas en exceso, se mantienen, e incluso se potencian esas actividades de ocio dirigido que tanto le gustan a los caciquillos que tenemos por ahí repartidos. Talleres variados, cines al aire libre y conciertos pagados con los impuestos con los que te sangran aunque estés en las últimas. Eso sí, con los pobrecitos asistentes solitarios, separados y embozalados, atados a sus sillitas, mientras los que les entretienen ni siquiera tienen el decoro de cubrirse la cara.
La última de nuestros próceres ha sido prohibir fumar, imagino que como paso previo a prohibir respirar o a ajusticiarnos por parejas. No han tenido suficiente con secuestrar poblaciones enteras, con restringir y prohibir sin cesar, con espantar a toda europa y medio mundo.
Y eso es lo que han conseguido, espantar. Turistas no han venido, ni van a venir, porque por ahí fuera debemos tener una imagen pésima, aunque eso sí, vendida por nosotros mismos. La esperada recuperación está al caer, literalmente.
Estaba pensando ahora en alguna medida sanitaria que se haya tomado para atajar esta enorme catástrofe en la que estamos instalados y, vaya, no me acuerdo de ninguna. ¿De ninguna? No.
No pasa nada. La gente todavía es relativamente feliz, convencida de que estamos en buenas manos, de que todo es por su bien, de que si esto vuelve es culpa de “la gente”, ya saben, el grupo de congéneres en el que nunca está uno mismo, de que nos merecemos todo lo que nos pase… Pero relativamente feliz. Y si no lo está, disimula bien, no vayan a sospechar que son una especie de disidente o algo peor, que piensa por si mismo. ¡Eso sí que no!
A mí ya se me ha acabado el verano del 20. Ha sido más corto y más solitario de lo habitual, por pontificar, que me lo tengo bien merecido por hablar, pero ha sido.
Habrá otros, si Dios quiere.