Hombre lobo, el nombre de tu hijo

Hombre lobo, el nombre de tu hijo

Este verano he asistido, desde la barrera, a una nueva polémica en los medios de comunicación: resulta que unos padres no podían satisfacer su deseo de poner a su hijo recién nacido como nombre. Un juez no lo permitía, aduciendo que era ofensivo, y ellos reclamaban su derecho a ponerle el considerasen oportuno a su vástago.

En realidad no me detuve demasiado en los argumentos que los padres esgrimían, pues no me importa, realmente, el nombre que alguien elija para sus hijos. Aunque a veces parezca mentira, los nombres de actores, jugadores de fútbol o ídolos de cualquier clase proliferan por nuestra geografía cuando éstos se hacen famosos, y todos conocemos a gente con nombres ya anticuados y, cuando menos, curiosos.

Sí me detuve, en cambio, en los comentarios que pude leer y escuchar a propósito del tema. Mucha gente argumentaba que los padres deberían tener derecho a poner el nombre que quieran a sus hijos, y que son capaces, con seguridad, de educar al pequeño de manera tal que se sienta bien con él y que sea capaz de hacer frente a cualquier circunstancia que llevarlo le pueda acarrear. Y que ningún juez, ni ningún funcionario es quién para decidir por ellos, de entrometerse en sus vidas, de juzgar dónde están los límites para un nombre. Unos pocos, un tanto apocados, se decantaban por pensar que todo tiene un límite y que alguien tenía que velar por el pobre niño.

Recogida de firmas, entrevistas en las televisiones, radios, periódicos y gran campaña a favor de los padres.

¡Albricias!, pensé, ya lo hemos conseguido. Hemos sido capaces, poco a poco como gota malaya, de hacer ver a (casi) todos la importancia de la libertad individual, de la asunción de responsabilidades por los actos que uno lleva a cabo, de zafarse del poder cada vez mayor de un Estado que te impone casi todo.

Y ya hemos conseguido poder llevar a nuestros hijos al colegio que queramos, o no llevarlos, y enseñarles lo que consideremos más apropiado para ellos y sus vidas, de educarles en los valores que nos son propios y no en los que nos impongan desde lobbies bien pegaditos al poder.

Que podamos hacer con nuestro dinero y bienes lo que consideremos apropiado, pues nadie mejor que nosotros para decidir qué nos conviene. Qué empresa abrir, dónde y cuándo, a quién contratar y a cambio de cuánto, con quién trabajar y cómo, dónde construir. A qué edad jubilarnos y cuánto de nuestro dinero dedicar a ese fin, además de cuánto queremos destinar a nuestra salud y con quién contratar esos servicios, entre otras cosas.

Pero no, aún no, porque casi todos con quienes me atreví a compartir mi alegría, me dijeron que de ninguna manera, que mejor que yo sabe el gobierno las materias, contenidos y valores que se le deben inculcar a mis retoños en el colegio y, sobre todo, que la educación debe ser pública. Y que me fuera olvidando de cosas tan peregrinas como decidir la edad de jubilación o si deseaba formar parte del sistema público de pensiones o de sanidad. Faltaría más, una persona decidiendo qué le conviene o qué le interesa en la vida. Menos mal que, para protegerme de mi mismo, estaban los demás.

Espejismo veraniego, pensé entonces. Anécdota en los medios. Tendremos que seguir en las trincheras.

Artículo original publicado en El Club de los Viernes.

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