En una de esas conversaciones de sobremesa que tan frecuentemente practicamos en casa, en las que, principalmente el pequeño de la familia y un servidor nos enzarzamos en todo tipo de temas que van desde la economía a la religión, con apartados especiales dedicados al liberalismo, a la socialdemocracia y a todo tipo de ismos, aterrizábamos ayer en que la feliz idea de que, de ningún modo, nos gustaría vivir en un sitio en el que las ideas socialistas, las de la planificación estatal, se desarrollaran como las dominantes.
Supongo que decir esto en un foro como en el que estamos no es una novedad, ni mucho menos. Al fin y al cabo, los que aquí escriben y supongo que casi todos los que leen estas páginas están de acuerdo con lo anterior.
Damos la batalla todos los días, con los medios a nuestro alcance, limitados, pero medios, para que esas ideas, esos métodos no se impongan en el sitio en el que vivimos, en nuestro país. Sabemos las consecuencias, sabemos cómo acaban y lo que se sufre hasta llegar a la ruina más absoluta.
La cosa es que entre los dos llegamos a imaginar, no sin que nos entraran ciertos escalofríos, cómo sería vivir en un país de los de economía centralizada, planificada, vamos, en un país socialista. Y para ejercitarnos, por si los tiempos se tornaran peores de lo que son, nos pusimos a intentar redactar leyes que permitieran que nuestro país se convirtiera rápida y fácilmente en un país socialista.
Podríamos redactar una ley que pusiera (empecé yo para abrir boca), por ejemplo:
“Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas.
Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad.
Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia. Pero la función social de estos derecho delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, de conformidad con lo dispuesto en las leyes.”
A pesar de que lo que había dicho ya me parecía bastante socialista, al joven de mi hijo, mucho más combativo que yo por el vigor de la juventud, se le ocurrían muchas más cosas que se podrían poner:
“Todos tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia.
Se reconoce la libertad de empresa. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio, de acuerdo con las exigencias de la economía general y de la planificación.
Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada y los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.”
A lo que yo, con más experiencia en la vida, añadí, henchido ya de socialismo:
“Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales y acordar la intervención de empresas cuando lo exigiere el interés general.
Los poderes públicos atenderán al desarrollo de todos los sectores económicos a fin de equiparar el nivel de vida de todos los españoles.
El Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica para atender a las necesidades colectivas y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución.
El gobierno elaborará los proyectos de planificación, creando un Consejo a tal fin.”
Todo esto nos pareció aterrador, digno de un estado socialista casi clásico, parecido al de regímenes de triste recuerdo, de violento y ruinoso recuerdo, que muchas veces creemos pasados. Sin embargo, lo peor de todo es que esto, palabra por palabra, está escrito en nuestra (tan querida por muchos) Constitución Española.
Esa que todos los partidos, los medios, los ciudadanos dicen que está siendo atacada por los separatismos. Esa que, nos dicen a todas horas, consagra nuestros derechos, nuestro bienestar. Esa por la que tenemos que dar la cara.
Por mi parte, prefiero no confundir la defensa de la nación española, que estaba antes de la constitución, con la defensa de esta “carta magna” a la que con toda la razón apelan las izquierdas más radicales, exigiendo su cumplimiento a todos los gobernantes, sean del partido que sean. Y que, en caso de ellos mismos lleguen al poder, harían cumplir hasta la última coma de la misma sin necesidad de ninguna reforma, simplemente con el desarrollo legislativo que la misma permite, que exige.
En las confusiones entre nación, nacionalidades y regiones, los conflictos entre los términos igualdad y equidad, la quiebra de sus propios principios de igualdad y no discriminación en asuntos como la línea sucesoria de la Corona, la inmunidad y la inviolabilidad de los parlamentarios y otras menudencias, ni entro, en parte por espacio, en parte por no aburrir (más) al personal y en gran parte porque uno también se cansa a veces de luchar contra molinos.
Artículo original en https://www.elclubdelosviernes.org/la-distopia-inespereda/