Por avatares de la vida, he vuelto al instituto (como alumno), nada menos que 35 años después de mi salida.
En una semana y poco de curso ya he podido comprobar la tremenda distopía que es ese mundo (¡ay, cómo comprendo a mi hijo pequeño!). El ambiente es propio de una cárcel, una horripilante sirena suena cada hora, las prohibiciones se cuentan por miles, los profesores exhiben un mediocre nivel en todos los aspectos (en el docente, que raya el absurdo en algunos casos, en el de la expresión, la preparación, la madurez, el comportamiento e incluso de vestimenta) y el “protocolo anticovid” es tan grotesco como estúpido.
Pero el acontecimiento más señalado en estos pocos días ha sido la convocatoria de una “huelga por el clima”, el viernes pasado. Sin tiempo casi de calentar la silla, el viernes parón motivado por una supuesta emergencia climática.
Dejando a un lado la “casualidad” de que la convocatoria haya sido en viernes, que la “emergencia” se haya producido justo al acabar el verano y comenzar las clases y que a los organizadores no se les haya ocurrido nunca hacer una huelga de botellón, me centraré en los mensajes que se les lanza a los jovencitos al permitírseles una huelga como las que hacen, algo que ya se ha convertido en costumbre.
El primero es la perversión de las cosas y de las palabras. Se les permite convocar y hacer una huelga cuando ésta no lo es. En la constitución española se recoge el derecho a huelga como uno de los protegidos por dicha carta magna y queda claro (con una lectura comprensiva normal) que lo que los estudiantes hacen, no lo es (parece tonto tener que apuntar que no son trabajadores).
Estoy seguro de que si algún “experto en derecho” o un asesor del gobierno me lee, no tardará en argumentar que el concepto de huelga es más amplio que…, y esas cosas que están tan de moda. Pero precisamente ése es el problema. Si llamas a cosas que no son de la misma manera que las que son, los chavales entienden que da igual la cosa que hagas siempre que la llames de otra manera. Y de esta forma, a faltar a clase voluntariamente, le llaman ahora huelga. Pero sigue siendo faltar a clase.
Además de no ser trabajadores, los alumnos no convocan el paro para defender sus intereses, aspecto único para el cual se reconoce el derecho a la huelga en la constitución. Los trabajadores no tienen derecho a la huelga para cualquier cosa, sino solamente para la defensa de sus intereses. Otra cosa sería legitimar que se pudiera hacer una huelga en las fábricas de coches para pedir que en todas las películas que se estrenen salga, al menos, una tía buena desnuda.
Pues algo parecido a esto es lo que sucedió el viernes. Los imberbes alumnos convocaron una huelga para que se implanten políticas que detengan el cambio climático, que aparte de lo infantil que es el pensamiento de que podemos detener el cambio climático (por más que lo piensen millones de personas que aparentan ser adultas), tiene que ver con el ámbito educativo lo mismo que yo con el mundo de los samuráis.
Así que los chicos aprenden que se pueden mezclar churras con merinas y que en cualquier sitio y en cualquier momento, uno puede salir por los cerros de Úbeda.
Sin embargo, la peor enseñanza de todas es sobre las consecuencias de tus actos. La convocatoria discurre de tal manera que, si la “junta de delegados de clase” la aprueba por mayoría, en el día elegido se paraliza la actividad académica de facto, incluso sin que nadie secunde la huelga. Esto es porque el día de huelga no penalizan las faltas de asistencia, no se “puede avanzar temario” y no se pueden “poner exámenes o controles”. Es decir, que se pierde el día miserablemente.
Cualquier persona, sabe que sus actos y decisiones tienen consecuencias. Siempre. En el caso que nos ocupa, los trabajadores saben que el día que deciden protestar, por mucha razón que tengan, no cobran. Y dependiendo del tipo de trabajo que realicen, puede que éste sea solamente uno de los aspectos que les den dolor de cabeza.
Pero los chicos aprenden que sus decisiones y actos no les pasan factura. ¿No venimos a clase? Pues no pasa nada. Y encima los que acuden, pierden el tiempo (los profesores, supongo que hartos ya, tampoco ayudan), así que estos aprenden, además, que preocuparte por mejorar, por aprender, por dedicarte a lo tuyo en lugar de irte a beber a cualquier parque, no sólo no te beneficia, sino que te perjudica.
Luego nos extrañamos que contesten por peteneras cuando se les pregunta algo, que crean que tienen derecho a todo, lo tengan o no, o que te contesten que esforzarse no sirve de nada.
Afortunadamente para todos, la vida colegial se termina. A todos les espera un mundo en el que todos estos mensajes que se les transmiten tras las verjas del “insti” son falsos. Sus actos tendrán consecuencias. Su vida dependerá de lo que hagan, de lo que se esfuercen, de lo responsables que sean.
Y si no lo son, es muy posible que terminen siendo esclavos de aquellos que están interesados en que sigan teniendo un pensamiento infantil toda la vida.
Lo triste es que, criando generaciones enteras de esta manera, puede que todos acaben de la misma forma.
Artículo original publicado en Infohispania.