Hace tiempo que la ley ha dejado de ser, como bien escribió Bastiat, la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa. De defensa de su personalidad, su libertad y su propiedad.
En lugar de ley tenemos una legislación prolija, ambigua, interpretativa, que prostituye las palabras y su sentido. La legislación la dicta el Estado y la interpreta, la valida, la justicia. Como resulta que la justicia también forma parte del Estado (se llama poder judicial, recuerden), pues todo queda en casa. Casi nunca el ciudadano, la persona, sale bien parado en la batalla por sus derechos, esos que tenemos antes de que hubiera estado.
Vengo diciendo desde el principio de esta locura desatada con la excusa del virus, que el llamado confinamiento de toda la población que se nos aplicó en el estado de alarma primaveral era ilegal e ilegítimo.
Ilegítimo, pues dimana del Estado por medio de la coerción, tampoco hay que insistir en el asunto. Ilegítimo, pues el Tribunal Constitucional lleva seis meses sin decir ni pío, a pesar de haberse presentado recurso y tratarse de derechos fundamentales los afectados. Claro que, siendo este tribunal lo que es, apéndice del aparato estatal, el resultado de su fallo es sabido de antemano (salvo locura colectiva en el edificio circular).
Ilegal por el contenido de las medidas adoptadas, que solamente una enrevesada y vil interpretación puede hacer que pasen por buenas. Ya lo he explicado anteriormente, los términos de la limitación de la libertad de circulación previstos en la ley de estados de alarma, excepción y sitio para el primero de ellos, no son los que se adoptaron en el famoso decreto de marzo.
Solamente retorciendo el sentido común, cerrando los ojos a la inteligencia y a una mínima lectura comprensiva, se puede interpretar que la prohibición absoluta de salir del domicilio (con poquísimas excepciones) es lo mismo que “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados”, como dice la LO 4/81.
Durante este verano, sin embargo, no ha estado de moda recurrir al estado de alarma. Los políticos han descubierto otra forma de confinarnos, de vulnerar nuestros derechos fundamentales, mucho más sencilla. La ley 3/86, de medidas especiales en materia de salud pública, que es una extraña ley publicada hace ya 34 años y de la que casi nadie sabía nada hasta hace bien poco. Digo que es extraña porque es corta, muy corta, cosa rara en la legislación verborreica que nos invade.
Con solamente cuatro artículos despacha lo que las autoridades sanitarias pueden hacer para proteger la salud pública, por razones sanitarias de urgencia o necesidad. En su artículo tercero se recoge que, para controlar las enfermedades transmisibles se podrán adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.
Comencemos la lectura comprensiva. Como admitimos que esta enfermedad es transmisible, convenimos que se pueden adoptar medidas para el control de enfermos. Obviamente, habría que considerar que los enfermos son los que tienen una enfermedad. Pero en este asunto del COVID-19, enfermo es cualquiera que tenga una PCR positiva, aunque no tenga enfermedad. Así que se están adoptando medidas de control sobre no enfermos (sanos) y sobre personas que no han estado en contacto con un enfermo.
Además, se pueden tomar otras medidas, las que se consideren necesarias. Parece, no obstante, que estas medidas no serán de control, pues en ese caso, la ley se hubiera limitado a decir que se podrán adoptar medidas de control a todo el personal.
La lectura de los políticos y de los jueces que convalidan los confinamientos prostituye los términos y el sentido común. No se atienen a lo que se entiende por enfermo, no se atienen a lo que se comprende fácilmente al leer el texto. La confusión entre pruebas positivas y enfermos pudo ser admisible en el estado de shock de mediados de marzo, pero ahora no se sostiene en absoluto.
Además, hay dos aspectos con los que los jueces deberían tener cuidado y no lo tienen. El primero es que si para limitar el derecho a la libre circulación, el ordenamiento jurídico ha previsto el mecanismo del estado de alarma, limitado en el tiempo y con control del Congreso y autorización para su prórroga, no parece lógico que se pueda limitar el mismo derecho para personas sanas sin estos requisitos y basándose en órdenes de consejerías autonómicas, por mucho control judicial al que quieran recurrir.
El segundo es que cuando se trata de derechos fundamentales sus interpretaciones sobre lo que dice la ley deberían ser lo más restrictivas posibles, es decir, absolutamente vigilantes de cualquier exceso que los gobiernos pudieran cometer. Y exigir pruebas contundentes de que se proponen restricciones en base a datos o supuestos objetivos, no a datos interesados sin el adecuado respaldo médico, epidemiológico, en el sentido tradicional de los términos.
En lugar de esto actúan como un engranaje más del Estado, fallando siempre por elevación, por si acaso, dejando las libertades y los derechos fundamentales aparcados para cuando escampe. Para tanto como esto no hacía falta meter estos derechos en un capítulo aparte en la CE.
Esto es lo que nos pasa por haber regalado la justicia (también) al Estado.
Artículo original publicado en El Club de los Viernes.