Ha pasado el tiempo suficiente para hablar con tranquilidad, aunque sé desde hace mucho tiempo que las cosas no son como nos dicen en la televisión y en la prensa, como nos dicen desde el poder.
Ha pasado tiempo, varias semanas, desde que estuve en Madrid.
No creo que debiera ser obligatorio, porque estoy en contra de que nos obliguen a hacer cosas, y cada vez más en contra, pero sería un ejercicio alucinante para toda la gente que aún cree en el relato oficial, pasar un fin de semana en la capital.
Nada más llegar a los madriles, notas cómo la gente no se aparta por la calle cuando se cruza contigo. Sigue a lo suyo, a lo que cada uno va haciendo, o sea como siempre, sin mirarte siquiera. Y da igual que haya poca o mucha gente, que casi siempre es mucha, no se apartan.
Entrar en las calles del centro, en la misma Puerta del Sol y aledaños, es darse de bruces con la realidad. Está todo lleno, así que, también como siempre, tienes que caminar pegadito a mucha gente.
Las terrazas, a tope, bien juntas las mesas y las sillas, incluso con aglomeraciones, con grupos numerosos agolpados todos en animada conversación. Las mascarillas, al bolsillo en cuanto la gente adopta la postura de sentado.
Y los extranjeros, que los hay a cientos, alérgicos al bozal.
Cuando se te cae la boina al suelo es cuando te asomas a un bar y lo ves atestado de gente, todos sin su mascarilla y comiendo bocadillos de calamares charlando animadamente en la barra. Sí, en la barra, cuando en provincias acercarte a la barra es sinónimo de caer fulminado al suelo por el supervirusmutante de las barras de los bares.
Uno, que va de provincias sabiendo lo que sabe de esto, pero con los tics y reflejos de un año y pico perseguido por las policías convertidas en cazamascarillos, sometido al escrutinio constante de los vecinos para descubrir si se te ha bajado el puto bozal un milímetro por debajo de la nariz, vigilado en las tiendas, acosado para echarte gel a la entrada de la iglesia día a día, cree que está viviendo un sueño.
Y piensa, también por automatismo, que tendrá que esperar a ver qué pasa quince días después.
La respuesta es sencilla. No pasa nada.
Para empezar, es lógico pensar que esa gente lleva viviendo así desde siempre, que no se ha echado a las calles y abandonado las “medidas de precaución” solamente para que los vieras. Luego, si nada pasó ayer, o la semana pasada, nada pasará dentro de quince días.
Como nada pasó, por ejemplo, quince días después del fin del estado de alarma, cuando los jóvenes salieron a celebrarlo y fueron linchados en todas las teles, periódicos, tertulias de radio y en muchas conversaciones familiares.
Para continuar, también es lógico pensar que no es culpa nuestra, de los ciudadanos, que esta enfermedad haya hecho lo que ha hecho. Nosotros nos limitamos a vivir y el virus se limita a infectar, vamos lo de siempre.
Son otros, con intereses abyectos, los que nos han intentado meter en la cabeza que somos un peligro unos para otros, sobre todo si nos juntamos varios.
Nada más lejos de la realidad.
Aunque muchos han picado y se han tragado el cuento.
Pobres.