Manadas en nuestras calles

Una tarde cualquiera, en una pequeña ciudad española cualquiera. Un grupo de chavales, todos varones pasean en las primeras horas de la noche. Andan buscando sitio para cenar, charlan animados, despreocupados.

Delante de ellos, en una calle no muy bien iluminada, solitaria, una pequeña figura aparece, sola, desvalida.

¡Papá!, grita una niña pequeña y lo repite una y otra vez.

El grupo aminora el paso, desconcertado. Uno de ellos comprende en seguida la situación. Mira adelante, atrás, hacia todas partes, rápidamente, y se asegura de que nadie les ve. Es un lugar solitario y oscuro, así que hay que actuar. Se adelanta y se acerca a la niña.

¡Hola!, saluda, ¿no encuentras a papá?, le dice con voz calmada.

Los demás rodean a la niña y el chico teme que, al sentirse intimidada, grite o intente escapar. Y sabe que no debe permitirlo, esta es una ocasión única que no debe dejar pasar. Un sitio solitario, oscuro, una pequeña indefensa… Los instintos primarios, los más básicos de su sexo, que a su edad ya hace tiempo que se tienen, han aparecido de repente, y ya no le dejan ver más allá, es su condición.

Los demás le dejan hacer.

Aunque el corazón le late cada vez más deprisa, intenta parecer calmado para no asustarla y, sin dejar de sonreir, la agarra por la mano con firmeza, pero suavemente, y la aparta de todos sin dejar de hablar con ella.

¿Cómo te llamas?, ¿dónde está tu papá?, pregunta y la niña responde confiada, pero asustada, mirando la cara del muchacho y viendo una sonrisa que parece franca y unos ojos claros, brillantes.

¡Madre mía, que suerte tengo!, piensa el muchacho, nunca creí que una ocasión así se me presentara de repente, sin buscarla.

El chico no se detiene, se aleja del resto y no deja de andar. Sabe que no debe dejar que la niña dude de él, que no tiene que dejarla pensar demasiado para que no se asuste, así que continúa andando y hablando con ella.

Su paso es decidido, instintivamente sabe a dónde ir, a dónde conducirla, quiera ella o no. Levanta la mirada, contempla el sitio al que se dirige y una sonrisa se le dibuja en la cara, pero la niña no la ve.

En cuanto llegan al lugar, la niña se suelta de su mano dando un tirón y sale corriendo. Ha visto a su madre y no mira hacia atrás. Ésta tiene el móvil en la oreja, y habla crispada por él, mientras gesticula y busca entre las mesas, preguntando a los comensales, nerviosa.

Cuando ve a la niña alejándose del chico que está en la puerta, comprende inmediatamente, sonríe con alivio y saluda alzando la mano mientras recibe con un abrazo a su hija.

El chico devuelve el saludo, mete la mano en el bolsillo, da la vuelta y, con su habitual paso tranquilo, como cansado, vuelve en busca de los suyos, que ya casi no los ve. Mira arriba, al oscuro cielo, sonríe, roza con sus dedos la cruz que lleva siempre en el pecho y aprieta el paso.

Alcanza enseguida los suyos, que han encontrado, por fin, su pieza de caza. El luminoso que anuncia el restaurante donde cenarán, está ya delante de ellos.

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