Estoy navegando la quinta ola de la llamada pandemia global de la muerte mundial del apocalipsis, aunque he de reconocer que me cuesta trabajo porque está siendo olita escuchimizada, y así es difícil surfear.
El caso es que he estado en la playa haciendo ese turismo de masas que los malnacidos de la élite globalista quieren hacer desaparecer (lo que le gusta a la chusma es malo para todo, oiga) y he podido estudiar de cerca a los mascarillos que pululan por allí.
Lo primero que llama la atención, para un humano de cara descubierta acostumbrado a convivir con los mayoritarios y muy sumisos mascarillos de provincia, es que no se siente un humano raro. Como por arte de magia, en la playa y sus alrededores, los mascarillos escasean. Está claro que cuando uno se va de vacaciones, manda al gobierno y a sus títeres televisivos a freír monas y se olvida de todas las consignas.
Pero, solitarios y asustadizos, algunos mascarillos se aventuran entre las multitudes que se agolpan junto al agua y bajo las sombrillas. Multitudes vociferantes y sudorosas, chapotantes, que esparcen tantos virus a su alrededor que sus congéneres van cayendo fulminados a medida que avanza el día.
Los mascarillos, en estas condiciones tan adversas, pasean solos. Mejor dicho, solas, porque casi todos son del sexo femenino (no se pregunten por qué ni cómo lo he sabido, pues hoy puede ser delito el mero hecho de pensarlo). Bien pertrechadas con su bolsa de marca, avanzan junto a la orilla de un sitio a otro embozaladas con su flamante fpp2 (cualquier otro tipo de trapo es muy peligroso), moviendo la cabeza con nerviosismo indisimulado y en constante zig-zag esquivador de ese calvo que se remoja los pies en la orilla, sin que señalización alguna avise de que se trata de un supercontagiador (el gobierno no hace bien sus deberes) o de la gorda que da voces a sus retoños porque el agua les llega ya por los tobillos, y pensando que, con virus o sin ellos, a esta gentuza de casta tan baja se les debería negar la entrada a cualquier espacio compartido.
Este tipo de mascarillos los he llamado mascarillus playerus para no esforzarme demasiado, que para eso estamos en verano. No son peligrosos, pues están en franca minoría, casi extintos, aunque se les nota el brillo vengativo en la mirada, sobre todo cuando aparece en lontananza una familia que, capitaneados por la hembra dominante, verdadera guardiana de la salud de su prole, embozalada busca un lugar donde plantar la sombrilla para, solamente entonces y con pánico evidente, ocultar de la vista el trapito infame con cuidado de no llenarlo de arenita porque luego hay que retomar la obediencia.
En el interior, en las ciudades provincianas, la cosa se vuelve más pandémica. Los que regresan de la playa se embozalan de nuevo, camuflándose entre la multitud ovejuna, conformando un paisaje que ya conocemos. Aunque hay que reconocer que con la llegada de algunos forasteros, de algunos extranjeros y de contados humanos de cara descubierta de otras ciudades, cierto número se atreve a descubrir que respirar aire no es nocivo (qué cosas).
Por supuesto, no olvidemos que las terrazas son un sitio absolutamente seguro y que, una vez sentaditos en una mesa, el desbozalamiento es generalizado y hasta la alegría, las voces y las risas aparecen. No me digan que esto no es una pandemia apañadita.
Sin embargo, a mi aguda observación no se le ha escapado el ejemplar más interesante de los que hasta ahora he podido contemplar. Es el mascarillus tunus.
Se trata de ejemplares endémicos de la ciudad universitaria esa de la rana tan famosa (al menos hasta que alguien lo encuentre en otro sitio), todos pertenecientes al sexo masculino (sigan sin preguntar nada al respecto) y desde luego bien entraditos en años (viejos para tunos, diría yo).
La pandemia no ha acabado con sus costumbres. Siguen apostados en la misma esquina de la plaza, cantando viejas canciones enfundados en sus trajes de época, pidiendo dinero y emborrachándose, babeando ante las hembras foráneas. Sin embargo, este año dan más pena que nunca (pobres), pues aún rodeados de gente con la cara descubierta en las terrazas atestadas, los tunus perpetran sus cánticos enfundados en indignos trapos faciales.
A su lado, el guitarrista sesentón, flaco y desaliñado que rockea en la calle rúa, es un ejemplar digno de alabanza. Su música suena casi hermosa, como su cara sin cubrir muestra dignidad.