A pesar de lo que diga la ministra de educación de turno, los niños no son del Estado. Aún no.
Siguen siendo de los padres y no sólo nominalmente. Con esa consigna por delante, desde que nacen, en realidad desde que son conscientes de que están en el vientre materno, éstos se ocupan de su cuidado, de su alimentación, de que no les falte lo básico para vivir, para salir adelante. Y a medida que van creciendo, se van preocupando también de su educación.
Asunto complicado en nuestros tiempos el de la educación, con tantísima tendencia a las injerencias externas a la familia, tanto de los medios de comunicación como del Estado en todas sus facetas, comenzando con la obligatoria escolarización y el control estatal de todos los contenidos de la enseñanza.
Y en una situación excepcional como la que estamos viviendo, las familias, los padres, se encargan también de proteger a sus retoños del virus y de todos los daños colaterales que éste y la gestión (!) de la pandemia hacen nuestros dirigentes.
Acaba de salir un señor en televisión, con aspecto de persona respetable, relativamente bien vestido y aseado, a dirigirse a los niños de España. Lo ha hecho de forma amable, amistosa, moderado el tono y las formas, excusándose, queriendo parecer alguien cercano, sincero, prometiendo a los infantes que, si hacen lo que él les dice, no les pasará nada, todo irá bien, que confíen en él.
En situaciones excepcionales, medidas excepcionales.
Lo primero que hay que recordar a los niños es la vieja enseñanza que dice que no hay que hablar con desconocidos, ni hacerles caso si no saben quiénes son, si no son amigos de sus papás. Y que no se deben fiar de su apariencia, de su aspecto en el vestir, ni de los gestos amables, la dulzura de sus palabras. Y menos aún si les prometen cosas, si les prometen regalos o prebendas que les gusten.
Después hay que hacerles ver que, aunque aparezca un señor en la televisión y diga que es todo un vicepresidente del gobierno de su país, no tienen por qué pensar que quiere el bien para todos lo que le escuchan. Que, concretamente ese señor de la coleta, defiende ideas y regímenes políticos que han provocado varios decenas de millones de muertos en el mundo.
Por más extrañados e impresionados que queden los pequeños, por su bien, es el momento de contarles lo absurdas y peligrosas que son las ideas de la redistribución de la riqueza, las de la lucha de clases, las de las dictaduras, aunque sean del proletariado. Hay que hacer especial hincapié en la miseria que han producido en el mundo, que siguen produciendo, recurriendo a los dolorosos, pero edificantes ejemplos de Cuba, Venezuela, Corea del Norte, China o la extinta Unión Soviética.
Introducido el asunto, hay que desgranar cuidadosamente los conceptos más básicos de la economía libre, de la libertad humana, de la responsabilidad individual, de la rendición de cuentas, los conceptos básicos de la moral que se acepta en esa familia, de la religión a la que pertenecen, en su caso, del pensamiento crítico.
Hay que insistir, con tiento pero sin desmayo, en que los seres humanos somos libres porque hemos sido creados libres. Que nuestra libertad abarca todos los aspectos de la existencia y que hay que defenderla siempre de gente como ese señor que nos quiere confundir con promesas y más promesas. Que no somos libres verdaderamente si ese tipo y otros como él no nos dejan hacer las cosas más básicas, si no podemos decidir en los asuntos que nos son importantes.
Es vital que entiendan que robar está mal, que extorsionar está peor y que el Estado no tiene que tener ninguna excepción para lo anterior. Que no hay que desear los bienes ajenos, que no tenemos derecho a nada si eso significa que alguien se lo quita por la fuerza a otro para dárnoslo.
La tarea, no me negarán, es ardua. Es nuestra responsabilidad y es apasionante. Pero les aseguro que ver llegar a la edad adulta a tus niños (que siempre lo serán para ti) como seres humanos con criterio propio, con sólidos valores, capaces de perseverar en el bien aunque sean minoría y sean señalados en demasiadas ocasiones, siendo personas responsables de sus actos y opiniones, sin miedo, no tiene precio. Como decía el famoso anuncio.
Artículo originalmente publicado en El Club de los Viernes