Desde los inicios de la crisis del coronavirus, algunos empezaron (empezamos) a advertir de los enormes peligros que tenía ceder ante el empuje totalitario del Estado.
Como en cualquier otra circunstancia, regalar la libertad, permitir a los gobernantes que se apropiasen de nuestros derechos, de nuestra vida, libertad y propiedad, y además hacerlo en contra de toda la legislación que tenemos (por imperfecta que sea) no puede traer consecuencias deseables.
Aún seguimos advirtiéndolo, en estas líneas y otras parecidas, en nuestro entorno y a las personas que tienen a bien escucharnos. Hay que reconocer que está sirviendo de poco, aunque cada vez hay más gente que se cuestiona las cosas, que se enfada muchas veces espoleada por la ruina económica que se le viene encima. Y no dejaremos de hacerlo, mientras un ápice de conciencia, de sentido común, de raciocinio y de cordura nos quede.
Pero llevamos casi un año con esta llamada pandemia y, no solamente no hemos avanzado casi nada, sino que el leviatán monstruoso gobierna enseñoreándose sobre nosotros, sus siervos. Con la connivencia, con el aplauso, con el apoyo o con la indiferencia de jueces, funcionarios, policías, sanitarios, periodistas, intelectuales y mamporreros del sistema en general y con la entusiasta o pasiva servidumbre de las masas, se dan por buenas cosas que solamente pensarlas hace unos años, hubieran helado la sangre de cualquier persona mínimamente despierta.
Se da por bueno el toque de queda, el secuestro domiciliario, las órdenes de reclusión verbales de cualquier sanitario de tres al cuarto, los salvoconductos para desplazarte, las prohibiciones de visitar a familiares, de realizar funerales, de acompañar a tus seres queridos en la enfermedad, de asistir a la Sagrada Eucaristía, la negación de asistencia sanitaria, la obligación de llevar el humillante (e inútil) bozal a todas horas y en todas partes, la censura, el insulto al discrepante y un sinfín de cosas más.
Y se da por bueno, lo que puede ser más grave aún, que los culpables de la enfermedad somos nosotros, la gente, los ciudadanos. Se da por bueno que todo lo malo que ocurre, todos los contagios, los fallecidos, el caos, la pobreza y las medidas totalitarias han sido, son y serán por nuestra conducta irresponsable. Es más, por nuestra irresponsabilidad intrínseca, porque somos tercamente humanos, tercamente libres.
Se acepta que no estamos todos ya muertos porque los gobernantes (esos a los que, por otra parte, siempre hemos criticado por todo) han tomado las medidas necesarias, incluso han ido más allá de lo legal y deseable, pero las han tomado y nos han salvado, nos salvan día a día de nosotros mismos, el verdadero peligro.
Llegada la hora de las vacunaciones masivas, algunos se plantean resistirse. Tienen las lógicas dudas que suscita un plan de vacunación global que se diseñó mucho antes de que existieran las vacunas e incluso antes de que existiera la enfermedad.
Y, además, tienen las lógicas dudas que suscitan unos preparados que han sido desarrollados a toda prisa, que no han sido aprobados por el procedimiento ordinario, que han sido adquiridos en exclusiva por los Estados y en cantidades muy superiores a su población, que son terapias experimentales en muchos casos. Las lógicas dudas de unos medicamentos que son vendidos como los salvadores de la situación, pero que no van a ser capaces de acabar con las restricciones que padecemos.
Por si fuera poco, se anuncia veladamente en algunos casos y con publicidad notoria en otros, que el hecho de que se renuncie a la vacuna comporta pasar a ser ciudadano de segunda categoría automáticamente. De entrada, sin derecho a tener una vida normal, por la implantación de algo tan totalitario como el “pasaporte de vacunación”, requisito imprescindible para que se te conceda “derecho a tener una vida normal”.
La cuestión de pasar a estar en una lista negra, a ser un paria de la sociedad por haber dicho no al Estado y haberlo dejado firmado, es algo que hasta hace poco no nos hubiera podido caber en la cabeza. Ahora tenemos claro que sucederá sin que a nadie le importe en absoluto, sin que nadie mueva un dedo, e incluso con la aprobación de muchos obsesionados con los mantras oficiales.
Tengo claro que lo peor que se puede hacer con un matón que va a por ti es retroceder y darle todo aquello que le pida con el ánimo de que se aplaque su violencia. Sin embargo, para hacer frente a este matón, no sirve la resistencia individual, sino que hace falta un sustrato, un número de personas suficientes para ofrecer resistencia visible y efectiva.
Por eso, durante el ilegal estado de cosas en el que vivimos, salir solo a la calle cuando no estaba permitido era sinónimo de multa o cárcel, no de resistencia. Saltarse el toque de queda o un confinamiento, lleva a lo mismo, y nadie se entera ni nada se mueve. No llevar el bozal comporta multa y escarnio y no mueve conciencias.
Hacer las cosas en grupo sí plantea problemas a la maquinaria estatal, por eso quien sale a la calle organizado, pero sin pedir permiso, como las turbas que queman barcelona por un despojo de la sociedad, no son despachados con una simple multita.
La resistencia contra la dictadura del leviatán global está lejos de comenzar. No hay más que ver que ni con la prohibición de abrir sus comercios para ganarse el pan que da de comer a sus hijos, ni con la prohibición de acompañar a sus familiares enfermos y velar a los muertos, ni con la abolición completa de todos los derechos “fundamentales”, se ha producido una reacción que haya llevado a la desobediencia, a la apertura general de las empresas, a la negativa al pago de todos los impuestos, al asalto a la fuerza de los hospitales, a la toma de las calles a las horas prohibidas…
Desaparecer sin ruido, a las primeras de cambio, puede que solamente ayude a los totalitarios a hacer una primera purga silenciosa. Puede que impida que sigamos dando preparando la guerra hasta que llegue el momento, que llegará, de librar batallas que sí estemos en disposición de ganar.
Artículo original publicado en Tradición Viva.