El grupeto mira atentamente al que, en el centro, da las indicaciones, uno acostumbrado a mandar y a gritar.
A una señal, antes incluso, tal y como su rebeldía natural le indica, el joven de la izquierda comienza a correr hacia el agua. Torso encorvado hacia adelante, atlético porte de medio melé en busca del oval, corre decidido y salta, sin esperar a nadie, hacia adelante, al frente, el agua es suya. Quiera Dios que la vida también lo sea.
El adolescente de la derecha, espigado, corre agrandando la zancada, cual alapívot sorprendido por el corto sprint y salta hacia arriba, siempre arriba, allá donde se recogen todos los balones. Con paciencia, con mimo, con tesón, todos serán suyos.
La mujer del biquini de colores, disciplinada como si hubiera nacido prusiana, no quita ojo y no arranca hasta que le toca. Después, todo seguridad, sentido, rigor, mirada abajo, pisada segura, entra en el agua sin perder la compostura. Ella es así.
La jovencita de la derecha duda al principio, como si hubiera llegado tarde. Luego se recompone y avanza, en el lugar que le corresponde, rotunda hacia el agua. Exótica y discreta a la vez, la vida le sonrió hace tiempo y seguro que lo sabe, o lo sabrá. Que no pierda la sonrisa.
Pequeña aún, la chica del bañador verde solamente corre cuando todos ya han empezado. Salta la última, entra en el agua la última, pero perfectamente colocada, recogida. Tiempo tiene de ser más veloz, de ser más. Hechuras tiene, a fe mía.
Del viejo del centro no digo nada, que bastante tiene el hombre de tirarse dignamente sin dar un mal traspié.