Última vez en formación

Última vez en formación

Escuchó su nombre y comenzó a andar lo más erguido que su cansado cuerpo le permitía, midiendo los pasos que daba sabedor de que ahora era el centro de todas las miradas, concentrado en su tarea.

Le hubiera gustado, en este que era el último desfile, sonreír, saludar a su orgullosa y entusiasta familia, pero las cosas había que hacerlas como siempre, pues no estaba allí para celebrar su propia fiesta. La Patrona lo es de todos.

Hoy eres tú, mañana será otro, se dijo.

Llegó hasta el centro del patio, elevó la mano hasta la sien despacio pero enérgico y observó con el rabillo del ojo cómo la medalla quedaba fijada sobre su pecho izquierdo.

Entonces sintió todo el peso de esa cruz verde y blanca.

Sintió el peso de las interminables vueltas al patio en Úbeda, mirada de reojo para no perder la formación mientras los gritos de los oficiales rompían el aire, el peso de las puertas de veinticuatro horas en verano, el de las frías, oscuras y solitarias noches de patrulla en la meseta castellana, el del olor mezclado de panceta y pólvora en el tiro de las soleadas mañanas primaverales, el peso de las mudanzas, de las Nochebuenas de servicio, del boletín que no llega, de las órdenes absurdas pero cumplidas, de las nunca alegres llamadas de madrugada, de los eventuales a los que enseñó a la vez que frenó.

Sintió el peso de los inacabables papeles escritos entre calcos en aquellas viejas máquinas de escribir, de los correos urgentes que llegan de la compañía, de los imposibles cuadrantes, de los tripletes sufridos y de los ordenados, de la cara que se te queda cuando el SIGO te hace una broma pesada justo antes de guardar las diligencias.

Cómo no, sintió el peso de la sensación de abatimiento de aquel hombre cuando le contaba que le habían robado todo, el de no siempre poder resolverlo, el de la mirada de angustia de aquella mujer cuyo padre había desaparecido, el de tener que decir buenas palabras cuando casi todo está perdido.

También sintió el peso del desconsuelo de sus pequeños cuando cogía la mochila y se iba para no volver en muchos días, forzoso en aquella remota comandancia o el de las reprimidas lágrimas de su esposa cuando le anunciaba que una vez más los planes tendrían que posponerse, el servicio está primero.

Y acabó sintiendo el enorme peso, jamás olvidado, del ataúd del compañero y amigo al que los cobardes quitaron la vida por la espalda.

Sin más gesto que una leve sonrisa y un saludo, dio media vuelta y regresó, por última vez, a formación.

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