Uno puede vivir perfectamente sin ver la televisión ni leer la prensa en los tiempos actuales (exceptuando que tiene que enterarse periódicamente de las nuevas estupideces que le obligan a hacer en los lugares públicos, si no quiere exponerse a las cuantiosas multas que los celosos y abnegados policías van repartiendo por doquier).
El verano ha pasado sin más contratiempos, afortunadamente, a pesar de que en los medios antes citados han estado bombardeando sin cesar con el alarmismo apocalíptico. Pero la gran tragedia no acaba de llegar. Las curvas van en aumento, los “contagios” aumentan sin parar, pero no ocurre nada. Todo son previsiones para dentro de dos semanas, independientemente del día en que uno escuche la noticia.
Así que se ha optado por señalar el día D. Ese es el día de la vuelta al colegio de nuestros retoños, después de meses en casa. La hecatombe.
Comenzamos esta epidemia cerrando los colegios con la excusa de que los niños eran grandes contagiadores, aunque no sufrían la enfermedad. Los hechos corroboran lo segundo, aunque lo primero es una gran incógnita, porque, ni está demostrado que los llamados asintomáticos contagien, ni este verano han sido los niños los causantes de los “rebrotes” a pesar de que llevan tiempo juntándose entre ellos y asistiendo, cómo no, a las reuniones familiares que supuestamente han sido responsables en gran parte de esos brotes malignos.
Pero el bombardeo del pánico ha sido tan intenso, que ahora los padres protestan, o se niegan, por tener que llevar a sus hijos al colegio, alegando que no los pueden poner en peligro, cuando el peligro es, fundamentalmente, para los maestros y para los propios padres (especialmente los enfermos por otras causas o los ya talluditos).
La histeria colectiva está en marcha y las contradicciones se suceden. Por un lado se quiere que los colegios abran, por otro lado se pretende proteger de todo riesgo a los niños, por un lado la enseñanza debe ser presencial porque si no no se aprende nada (como si ir hoy día al colegio enseñara algo importante), por otro lo digital no está tan mal y debería ser, como mínimo optativo. Se quiere que el gobierno haga algo, aunque es una competencia autonómica, se quiere que los políticos nos protejan, aún reconociendo que son unos inútiles totales, se quieren planes elaborados por ingenieros, pero tener a los niños con mascarilla todo el día no es bueno, el colegio es vital para la socialización, pero mejor que ni se acerquen unos a otros…
Si durante el verano la táctica del miedo ha sido implacable, hasta el punto que hemos acabado llevando la mascarilla hasta para subir al Aneto en solitario cuando no está pasando, desde el punto de vista sanitario, nada especialmente grave, no quiero ni pensar qué será el día D.
Siempre he dicho que es posible que vivamos una segunda ola de esto, aunque no sepamos cuándo será. Pero también he dicho que a esa segunda ola deberíamos llegar después de un periodo de transición, o sea de tranquilidad. Y esto es lo que no han querido que tuviéramos este verano, tranquilidad. Quieren que lleguemos a la segunda ola sin haber terminado la primera, agotados, exhaustos, fundidos.
Con muchos ya lo han conseguido, de forma que se han convertido en firmes defensores de la desobediencia civil cuando antes eran inquisidores de los defensores del homeschooling.
Si uno ha estado atento a la enorme manipulación que de los datos, de la enfermedad, de su transmisión, de sus consecuencias, de la gravedad y la incidencia relativa del virus, de su origen, de las cifras de contagiados, del uso del término caso o contagio, de la táctica del pánico, del totalitarismo con que nos han obligado a hacer cosas absurdas, puede más o menos anticipar lo que va a pasar en los próximos días. Y puede, cuando se sucedan las noticias de gran tragedia, analizarlas partiendo de la base de que, probablemente, la mayoría sean mentira.
Simplemente, mentiras.